Hondureño, quédate en tu champa
Estados Unidos intenta disuadir la migración indocumentada a través de un mensaje simple de su presidente: «No vengan». Honduras es un país pobre, profundamente desigual, violento, cuya alma está poseída por organizaciones criminales al que arrasaron dos súper huracanes en menos de un mes. ¿Cómo quedarse en casa cuando no se tiene una?
Por Carlos Martínez | Fotos de Carlos Barrera
Honduras · El Faro
“Nos dicen parásitos, pero no somos parásitos, somos gente”.
El viejo se hizo un espacio entre el molote de voces que intentaban explicar la situación, levantó un dedo pedregoso, con la solemnidad del campesino, y dijo aquella obviedad rotunda.
No somos parásitos, dijo.
Pero agregó: somos gente.
La Libertad
En noviembre de 2020, año de la pandemia, intentábamos por segundo día consecutivo salir de San Pedro Sula, por la mega carretera que conduce hasta Tegucigalpa, Honduras, después de haber cubierto el paso devastador de los huracanes Eta y Iota. El primer día nos vimos obligados a desistir debido a que un largo tramo de la carretera de cuatro carriles era navegable, al punto que los rescatistas hacían lo suyo en unas lanchas de motor que iban y venían apuradas flotando sobre el asfalto.
Aquella temporada de huracanes, el Atlántico parió 30 ciclones. Dos de ellos, convertidos en huracanes de categoría 4, fueron a aterrizar a las costas centroamericanas con dos semanas de diferencia y se pasearon con especial enjundia por el norte hondureño.
Los huracanes se miden del 1 al 5, según una escala que lleva por nombre los apellidos de los caballeros que se la inventaron: Saffir-Simpson. Los de categoría 4 arrastran vientos de 250 kilómetros por hora y no es nada común padecerlos en parejas; por eso es que Clare Nullis –vocera de la Organización Meteorológica Mundial– se quejaba amargamente de haberse quedado sin palabras superlativas para describir aquel récord histórico.
En fin, la cosa es que en el Valle de Sula, motor económico del país, llovió y llovió y la lluvia lo cubrió casi todo: revolvió la pobreza, pudrió las cosechas, inundó las fábricas, destruyó puentes, retorció una cantidad de casas tan grande que todavía se están contando e incomunicó la ciudad de San Pedro Sula, inundando todas las vías de acceso.
En nuestro segundo intento por abandonar el Valle de Sula, las aguas comenzaban a replegarse, la calle estaba despejada y el río Ulúa, ancho y turbio, recuperaba el juicio lentamente. A un lado de la carretera creí ver una laguna de aguas tranquilas hasta donde alcanzaba la vista, y esa ilusión idílica fue estropeada por el fotoperiodista Carlos Barrera, cuando vio un techo asomando apenas sobre el agua, y más allá, otro. Toda la laguna estaba sembrada de techitos de lámina. Desde el borde de la carretera, una mujer que miraba aquel desastre acompañada de sus hijas nos explicó que la laguna era en realidad una comunidad y que en esa comunidad solía tener ella misma su chabola; que el primer huracán lo inundó todo y que cuando la tierra consiguió tragarse buena parte del agua, el segundo huracán lo volvió a inundar. Nos contó también que la comunidad se llamaba La Libertad.
Entonces no lo sabíamos, pero en La Libertad malvivían más de 200 familias que habían ocupado la tierra sin permiso. Son lo que en Honduras se llama “invasión”: personas que montan casitas en predios abandonados sin mayor autorización que la necesidad y a las que con los días se les van sumando otras familias y otras más, hasta formar una comunidad, un tugurio, una villamiseria, una favela… Entonces tampoco sabíamos que en La Libertad desembocan dos generosos acueductos de aguas residuales a los que Eta, en su furia, les metió una cantidad brutal de agua lluvia, proveniente de las colonias del otro lado de la carretera y que en cuestión de horas el agua inundó el pequeño valle del que se habían apropiado. Ante el espanto de ver el agua llegar al tobillo y de coquetear a gran velocidad con la rodilla, la gente tomó lo que pudo –niños sobre todo– y huyó. Algunos se refugiaron en albergues y otros buscaron cobijo en un árbol de cahulote y bajo sus ramas vieron como desaparecía todo, o sea, su todo, hasta que el agua no dejó rastros de La Libertad y en lugar del pequeño valle de champas apareció una laguna marrón de unos tres metros de profundidad.
El asentamiento Nueva Esperanza, Honduras, antes llamado La Libertad, quedó sumergido tras el paso de los huracanes Eta e Iota. A la izquierda, la comunidad en noviembre de 2020. A la derecha, en abril de este año.
“Bienvenido a tu tierra”
Casi dos meses después de las inundaciones, las redes sociales de los sampedranos comenzaron a llenarse de grupos de Whatsapp y de páginas de Facebook en las que se planeaba una huida masiva del país y hondureños de todas partes se alistaron para largarse, dándose cita, para variar, en la estación de buses de San Pedro Sula. El rumor de una nueva caravana que partiría hacia Estados Unidos se expandió casi tan rápido como las inundaciones y, para el 16 de enero, las imágenes de hondureños caminando hacia el límite de su país le dieron la vuelta al mundo, de nuevo.
Desde 2018, cuando un primer tumulto de centroamericanos indocumentados atravesó todo México hasta llegar a Tijuana, ha habido al menos una docena de caravanas, la mayoría no consiguieron ni de cerca la atención mediática ni los números de la primera y fueron desarticuladas apenas tocaron territorio mexicano. El éxito y la difusión de la caravana original creó la ilusión falsa de que si se viajaba en masa se podrían burlar las fronteras y las acechanzas del camino. Sin embargo, aquella caravana primigenia partió de San Pedro Sula con 250 personas; en cambio, la romería que se armó después de los huracanes lanzó a la carretera a 9,000 hondureños. Entre ellos iba Edwin García, con sus 33 años de vida y de no haber visto el mundo más allá de Honduras.
Aquella caravana huracanada consiguió atravesar la frontera guatemalteca e hizo a un lado, a fuerza de multitud, los portones y la pluma metálica, con la misma facilidad que a los policías fronterizos que hicieron el amago de contenerlos. Y se sintieron vencedores demasiado pronto. Unos kilómetros más adelante, en el poblado de Vado Hondo, la cosa cambió: cientos de policías y militares guatemaltecos bloquearon la carretera y les dieron una paliza. “Tiran un gas –explicó Edwin– que te arde en la garganta y en los ojos y nos siguieron con unos garrotes”. Y ese es un buen resumen de lo que pasó: los uniformados portaban unos palos de tamaño considerable, lo suficiente para poder aporrear a un prójimo sin tener que acercarse mucho y los descargaron a manos rotas, con la misma generosidad con la que repartieron gas lacrimógeno. Los acorralaron, los dividieron, los cazaron. Aquel episodio, ocurrido el 19 de enero en el municipio de Chiquimula, muy probablemente fue el fin de las caravanas, o al menos dejó muy, muy claro que los Estados Unidos tienen el poder de mover sus fronteras a placer y que la sombra de éstas se ha desplazado al sur de Guatemala.
Pero Edwin, que es un hombre fuerte y sano, joven y de buenos reflejos, saltó por los montes como una liebre y se escabulló, a plena luz del día, junto a otros cientos de compatriotas, hasta escapar de los policías y de sus garrotes. Y se fue, pidiendo limosna o comida, orientado por otros, hasta atravesar Guatemala y llegar a Tecún Umán, a unos pasos de la frontera con México, donde la caravana de 2018 irrumpió para comenzar su viaje épico. Pero ya no era 2018 y aquella frontera ya no es la misma.
“Ahí nos agarraron. Solo nos agarraron y nos subieron a un vehículo. Si uno se corre lo golpean con unos palos que andan, bien recios. Al día siguiente me pusieron de vuelta en Honduras”. Ahí terminó el viaje de Edwin, que duró una semana desde que puso un pie delante del otro para escapar de su patria, hasta que regresó en un autobús con la experiencia de haber probado la asfixia que llevan dentro las latas de gas.
Como premio por la colaboración prestada para detener la migración irregular, el Gobierno de los Estados Unidos anunció la pronta visita a Guatemala de la vicepresidenta Kamala Harris, lo que consolida al Gobierno de ese país como el referente de los Estados Unidos en la región. En medio del revuelo por la visita, el presidente guatemalteco, Alejandro Giammatei, sugirió al Gobierno del norte el envío de ayudas económicas para poder crear “muros de prosperidad”.
Todos los hondureños deportados por vía terrestre, que para el 11 de abril sumaban 12, 225, van a parar a una casa muy coqueta, en el municipio fronterizo de Omoa, a pocos kilómetros de la frontera con Guatemala. Es una propiedad de más de una manzana de extensión, con vistas al mar Caribe y jardines y detalles de madera y todo lo indispensable para olvidarse del mundo y entregarse el gozo. Fue pensada de esa forma por sus anteriores propietarios, dos acaudalados empresarios, miembros de la aristocracia hondureña y herederos de una de las 10 fortunas más grandes de Centroamérica: Yankel Rosenthal, exministro de inversiones –de inversiones– durante el primer período del actual presidente hondureño, y su primo Yani Rosenthal, que cayeron en desgracia cuando el Gobierno de Estados Unidos los incluyó en 2015 en una lista de narcotraficantes internacionales. Ese mismo año, el Estado hondureño les incautó una gran cantidad de propiedades y en 2017 ambos confesaron haber lavado dinero de la salvaje organización del narcotráfico “Los Cachiros”. Por su confesión recibieron una condena reducida y permanecieron sólo tres años en prisión y fueron deportados a Honduras en 2020. Yani consiguió remontar muy rápido desde aquella afeada que los gringos le pusieron a su currículo y un año después de terminar su condena en Estados Unidos es candidato presidencial del partido Liberal y competirá este noviembre contra el candidato del partido Nacional, del presidente actual, Juan Orlando Hernández, quien, dicho sea de paso, también ha sido vinculado por fiscales estadounidenses a grandes operaciones de tráfico de cocaína hacia el norte, junto con su hermano, Juan Antonio, condenado este año a cadena perpetua en Nueva York por los mismos delitos. En medio de la campaña electoral, Yani se ha quejado de las injusticias que padece: “No me quieren devolver los bienes”, ha reclamado con insistencia.
Una organización evangélica llevó ropa a la comunidad Nueva Esperanza para las familias que lo perdieron todo durante las tormentas.
En resumen: el primer pedazo de patria que pisan los hondureños deportados es una hacienda labrada con dinero narco, construida por delincuentes vinculados a la política.
A esa mansión llegó Edwin cuando le obligaron a volver. En una bolsa plástica, funcionarios de migración le regalaron, a modo de abrazo, un rollo de papel higiénico, un cepillo junto con una pequeña pasta de dientes, y un desodorante miniatura. Y lo echaron a la calle con aquel ajuar de damnificado.
Así salen, casi a diario, cientos y cientos de hondureños, con su bolsita higiénica, de vuelta al punto de partida. Así salieron, por ejemplo, Ucles Bonilla y su primo, que fueron atrapados en Tamaulipas, México, y que no pensaban volver, bajo ningún término, a su natal Langue, en el departamento de Valle, porque ahí los espera una venganza: algunos de sus familiares se involucraron con el narcotráfico, hasta que fueron ejecutados por otros narcos que ahora los buscan a ellos. Los dos primos estuvieron afuera de la estación migratoria lo suficiente para fumar un poco, darse ánimos y en menos de una hora tomaron el bus que los llevaría de nuevo a la frontera con Guatemala. Al cabo de un día, Ucles se comunicó para informarnos que se encontraba ya en suelo mexicano.
Y así fueron saliendo, en parejas o solos, reconociendo de nuevo su sol abrazador, su carretera, su mar de postal, su país y, con el mismo impulso, en parejas o solos, emprendían de inmediato el camino que los aleja, de nuevo, de su Honduras.
Así pasó también con un muchacho huraño, que solo alcanzó a decir que lo agarraron en Chiapas antes de subirse al bus que va a la frontera; o dos muchachos veinteañeros, oriundos de Yoro, que miraban la bolsa de bienvenida con los ojos incendiados: “¿A qué vamos a regresar si no hay nada atrás? A acostarnos a la cama día y noche vamos a ir, no hay trabajo para nosotros”. Y se regresaron a la frontera caminando porque no llevaban un peso encima. O dos hombres que se hicieron amigos en el camino, analfabetos ambos, que llevaban encima todos los bienes materiales que poseen en este mundo. Uno era un tipo curtido, con la piel amarilla y callosa, nacido en el departamento de Lempira y que trabajaba de lo que fuera en la turística isla de Roatán, hasta que los huracanes la barrieron y toda su población fue evacuada. Llevaba un suéter reconvertido en mochila, donde guardaba los tesoros que le dieron al llegar y poco más. “Aquí no hay nada, mai, aquí en Centroamérica está perro, mai, es un solo vergueo, mai, nosotros andamos en la pura calle, mai”. El otro era un hombrecito moreno, con el rostro aindiado y el espanto en los ojos, proveniente de Comayagua, con un escasísimo arsenal de palabras para usar. Trabajaba en un piñal, cosechando piñas que se pudrieron todas sin excepción cuando las inundó el aguacero. El dueño del piñal lo despidió. Se alejaron, con la cara de quien ha recibido una golpiza, pidiendo aventón sin muchas esperanzas. Pensaban entrar a Guatemala por algún punto ciego, porque para entrar legal hay que tener dos cosas que ellos no tienen: una cédula y una prueba PCR de Covid-19 con un resultado negativo y efectuada menos de 72 horas antes. Ninguno tenía la más puñetera idea de cómo se obtenía semejante prueba y aún menos posibilidades de pagar los más de 100 dólares que cuesta una. Ambos se perdieron en la carretera que conduce hacia el norte.
Resguardado bajo la sombra de un árbol había un hombre de edad inescrutable, reducido como un animalillo espantado. Hablaba sin abrir apenas la boca para contar que él se regresó por su propia voluntad, después de haber vivido en México un horror del que no quiso hablar. Alcanzó a decir que era de Teupasenti, en el remoto departamento de El Paraíso. Quería volver a su casa, pero tenía los bolsillos vacíos, así que se fue a la estación migratoria a ver si obtenía una bolsa de plástico con productos higiénicos y si lo dejaban subir al autobús en el que viajan los deportados que provienen de sitios remotos, como el suyo. Pero el vigilante del centro le cerró las puertas en las narices y le dijo que esos “beneficios” eran solo para los deportados. Así que aquel hombre se aferraba a la sombra de su árbol, perdido en el limbo de su propio país y vio como salía de aquella mansión el autobús que él deseaba, sin él.
Por las ventanas del bus asomaron decenas de manos que mostraron, con insistencia, el dedo medio, y lo blandieron con rabia hasta alejarse. Sobre una de las paredes frontales de aquel palacete narco, reconvertido en centro de recepción de deportados, se ha escrito un insulto: con el diseño festivo que podría ser el rótulo de un turicentro, donde dos peces espada se entrelazan, se lee en letras grandes: “Bienvenido a tu tierra”.
Banderas de Estados Unidos y Honduras en la entrada de Nueva Esperanza. Muchos desean migrar al norte, pero pocos han tenido éxito.
Edwin García, 33 años, Josué García, 18, y Francis Morales, 15, no tienen fuente de ingresos. En Honduras el desempleo creció a 10,9% en el 2020.
David Hernández, 19 años, viajó en la caravana de enero de 2021. Llegó hasta Tecún Umán, en la frontera entre Guatemala y México, donde fue deportado. Desde entonces planifica migrar de nuevo.
Quédate en casa
Luego de ser deportado, Edwin volvió a La Libertad, tras una semana de viaje infructuoso. Y al regresar, la nada: sus hijos viviendo al lado del desagüe; su hermano inválido, pedaleando con las manos una silla de ruedas que él mismo se adaptó para poder repartir agua y ganar unos centavos; la comunidad desolada por los huracanes intentando resistir y su chabola de lámina.
Vive en un cuadrado de piso de tierra hecho de lo que comúnmente se llamaría basura, con una cortina roja por puerta y un techo de lámina agujereado como un colador. Todo lo que hay dentro es un pedazo de algo: tres pedazos de ventilador, un pedazo de cama sostenida con ladrillos, un pedazo de ropero con pedazos de ropa y algunas cosas más que me fueron imposibles de distinguir. A unos pasos de su casa viven sus padres, dos ancianos que habitan otra chabola igual, llena de cosas iguales.
Casi nada ha cambiado desde su regreso, salvo que su hermano murió debido a una llaga en la espalda que se le formó por estar postrado demasiado tiempo en su silla de ruedas. Con la llegada de los huracanes la herida se infectó y terminó comido por dentro. Su madre aún conserva la silla de ruedas.
El otro cambio fue que los habitantes de La Libertad decidieron rebautizar su tierra ajena después de los huracanes, así que La Libertad pasó a llamarse Nueva Esperanza.
Y nada más.
Una vez que la tierra se secó, la Policía ha intentado echarlos a todos de esas tierras, pero eso no cuenta como cosa nueva.
La Libertad, ahora Nueva Esperanza, es un pedazo de tierra de unas 40 manzanas en las que cabe la historia entera de Honduras: a principios de los años 20 del siglo pasado, el Estado lo concesionó a una empresa bananera, la Tela Railroad Company, una de las empresas fruteras estadounidenses que moldearon la vida hondureña de forma indeleble. Cuando los empleados de la bananera quisieron sindicalizarse, la empresa le devolvió las tierras al Estado y este se las vendió a un terrateniente local y este a otro, hasta que en 2011 llegó a manos de un empresario muy querido en todo el Valle de Sula, por su generosidad despampanante y su estilo campechano, José “Chepito” Hándal, cuya boda con Ena Hernández fue casi un evento nacional. El periódico La Prensa reseñó la fiesta en 2007: “…La novia lució un fino diseño de gazar de seda y pedrería tornasol de la famosa boutique del diseñador Lázaro en Coral Gable, Miami. El novio optó por vestir a lo tejano, de riguroso color negro y sombrero. Una vez proclamados como esposos, se dispuso la fiesta. La estancia fue adornada con elegantes sillas tiffany y enormes candelabros de flores en tonos cítricos. El menú fue una selección de mariscos, carnes rojas como oveja y res y variedad de fiambres y bocadillos gourmet. Todo el montaje fue creación del organizador de bodas Gerardo Trejo…”. Y show de caballos peruanos, y mariachis y show de fuegos artificiales traídos de Houston y caballitos esculpidos en madera guatemalteca como recuerdos para los invitados y todo lo que se supone que hace un narco el día de su boda. En 2018, Chepito fue condenado a 17 años de cárcel por lavado de dinero y su esposa a 16, por el mismo delito, y enfrentan una solicitud de extradición de un tribunal de los Estados Unidos acusados de tráfico de cocaína.
Javier Lindo es el presidente de la directiva de Nueva Esperanza. Coordina la seguridad del lugar y ahora busca una salida para el problema legal del terreno en el que se han establecido.
En Nueva Esperanza no hay agua potable ni conexión a las aguas negras.
Algunos de los actuales habitantes de la comunidad trabajaron para “Don Chepito”, cuidaban de sus tierras y mantenían los cercos. Hasta que el patrón cambió de suerte y la propiedad quedó abandonada y comenzaron a aparecer familias provenientes de Olancho y de Santa Bárbara, de Comayagua y de casi todo el país a poblar aquel valle. “Antes de que viniéramos este era un predio abandonado, aquí servía para dejar muertos, venían a decapitar”, recuerda uno de esos colonos antiguos, como si nos contara una obviedad. San Pedro Sula ha sido durante años una de las ciudades más violentas del mundo.
Al parecer, Chepito gustaba de hacer negocios con aquellas tierras, de manera que ahora las reclaman varias personas que aseguran ser los legítimos dueños: el señor Munir Hándal, emparentado con Chepito; el señor Hermenegildo Pinto Pinto, que blande una escritura en la que asegura haber comprado ese sitio en 2012; otro señor de apellido Rapalo Quiñónez, que asegura que las tierras siempre han sido de él y que Chepito se las apropió de manera fraudulenta, y también, la señora Sonia Portillo, que las reclama mostrando unos papeles que asegura son los buenos. Y finalmente, unas 200 familias, que sumaban cerca de unas 1,000 personas antes de los huracanes y que van volviendo poco a poco a sembrar sus champas en el lugar. Estos últimos son los únicos que no alegan papeles, sino humanidad, como argumento de posesión, así que se saben a expensas de los otros competidores cuyos argumentos son más proclives a contar con el respaldo de las fuerzas del orden.
Se han reunido, han formado su propia directiva, han contratado un abogado e hicieron una colecta para poner un poste, con un transformador de voltaje. Ni el poste, ni el transformador –al que llaman “el chimbo” – son legales, pero ahí están. Jalaron un cable primario y lo conectaron a la electricidad. Cada champita conecta su propio cable al Chimbo. Las autoridades les advirtieron que eso era ilegal, porque ellos eran ilegales, habitando de forma ilegal ese lugar, pero lo pusieron de todos modos y entonces las autoridades hicieron el único gesto hasta hoy encaminado a reconocer la existencia de aquel asentamiento: le pusieron un contador al poste, para poder cobrarles.
Se les ha advertido, además, que tienen muy prohibido cavar un pozo, por las mismas razones que les prohibían poner el poste de luz, así que ninguna casa tiene agua potable, ni conexión a las aguas negras. Cada quien se las arregla para acarrear agua del río Chamelecón o de donde buenamente pueda.
“Nos dicen parásitos, pero no somos parásitos, somos gente”, me aseguró aquel viejo de manos callosas y siguió: “Nos dicen que no podemos poner un pozo porque las tierras están en litigio. Pero nosotros no estamos en litigio, la que está en litigio es la panza nuestra y la sed que tenemos”. Lo que este señor llamaba casa fue retorcido quizá por el primer huracán o quizá por el segundo, en todo caso, las láminas fueron arrancadas de la tierra con todo lo que había dentro y terminaron a unos cincuenta metros de su lugar original, apachurradas y soterradas por el lodo.
Así viven todos: así vive Edwin y su hija y sus padres, y el viejo de las manos callosas y la señora cuyo hijo se fue en la caravana y regresó a los días, aporreado. Y Hernán, hermano de Edwin, que tiene la única tienda que vende Cocacola fría y su hijo Josué, de 18 años, que sueña con una sola cosa: irse. Ojalá a Estados Unidos, pero más que todo, lo que quiere es irse.
Tiene más de cuatro meses buscando trabajo en alguna maquila, pero la competencia es dura: cada día, de lunes a jueves, afuera de los parques industriales del Valle de Sula se reúnen miles de personas en plena madrugada. A veces, alguna de las empresas del parque anuncia que necesita trabajadores y los primeros de la fila se alegran.
“Agarran 50 y les ponen unas pruebas, sumas de matemática y ejercicios. Pero de 50 dejan 2 y durante una semana está pidiendo exámenes físicos y otras pruebas. Y a esos dos les dicen que les van a avisar. A algunos los llaman y a otros no”, explica Javier, que tuvo la fortuna de conseguir trabajo para una maquila textil hace unos años y que se ha convertido en el presidente de los vecinos de Nueva Esperanza.
Ni Edwin ni Josué han tenido esa fortuna. Por muy pronto que lleguen siempre hay alguien antes en la fila, o los rechazan por no tener experiencia, o por tener un tatuaje. “Esto está perro, compa, aquí no hay nada, no queda otra que emigrar”, dice Josué, con su juventud a pleno sol y sus ganas de convertirse en cantante en California, donde, está convencido, la gente prospera cantando, y como muestra se pone a cantar un corrido y enseguida se le une en el show Edwin, que acaricia un gato.
Luego de los huracanes de 2020, la frontera sur de los Estados Unidos se atiborró de Josués y Edwines en números que no se veían desde hace 15 años: 100,000 personas fueron detenidas en febrero, y el mes siguiente fueron 171,000. Desde noviembre, mes de la visita de Eta y de Iota, hasta abril, 47,729 menores de edad sin acompañante intentaron entrar al país del norte. Entonces, Joe Biden, recién estrenado como presidente, envió un mensaje inequívoco a los centroamericanos: “no vengan”. Fin del comunicado.
“Ya no queremos vivir en este país”
Lo dicho por Biden se sumó a una campaña de radio difundida al menos en El Salvador y Honduras por las embajadas estadounidenses en esos países: unos actores interpretan a migrantes diciendo que fueron engañados por malvados coyotes que les convencieron de migrar, pero que posteriormente los traicionaron, abandonándolos. Se quejan de las condiciones del viaje y lamentan haberse puesto en riesgo de contagio de covid-19. Al final, la campaña tiene por propósito alentar a los que piensen viajar sin papeles a quedarse en casa. No se especifican indicaciones ante la contingencia de que un huracán se haya llevado la casa y la haya retorcido.
Y las tardes pasan, sin que pase mucho en realidad. Y Josué y Edwin se sientan a acariciar el sueño de largarse juntos, tal vez a ganarse el pan cantando. Y cada uno hace planes del dinero que va a mandar para su parentela en la Nueva Esperanza y evalúan las rutas y las estrategias.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) estima que la devastación dejada por los huracanes tiró por un caño 1,879 millones de dólares en daños a la infraestructura, la agricultura, el comercio y la industria. No existen aún estimados oficiales de viviendas destruidas, o de desplazamientos forzados. César Castillo, coordinador de investigaciones de FLACSO, resume los problemas en Honduras como una endémica “falta de esperanza”, y desde luego, falta de confianza en el Gobierno que prometió, por ejemplo, 42 hospitales móviles para atender la pandemia, pero luego los redujo a 12, y luego a siete, y luego a cinco, que nunca funcionaron.
Ante la acumulación de calamidades y el desespero de los ciudadanos, el gobierno municipal de San Pedro Sula decidió tomar cartas en el asunto: llenó la ciudad de rótulos y vallas gigantes de un amarillo chillón, donde aparece una carita feliz, que bien pudiera haber sido pintada por un párvulo, junto a un mensaje que reza: “Todo va a estar bien”.
Galera con un rótulo que fue arrancado por las corrientes del río Ulúa en la entrada de Nueva Esperanza. En él se anunciaba el antiguo nombre de la comunidad: La Libertad.
Recurso – Naturaleza humana