La Amazonía de los hongos
Tres humanes en busca de los seres que sustentan la Tierra en una selva muy cercana al punto sin retorno, en las ruinas desquiciadas del municipio más grande de Brasil.
Por Eliane Brum, con Noemia Kazue Ishikawa y Francisco Marques Bezerra (texto e investigación) | Fotos de Alessandro Falco
BRASIL · 4 de octubre de 2023
«No todo se ve iluminando»
Aldevan Baniwa (1974-2020), a quien dedicamos este reportaje
1. El fracaso
Este reportaje trata del fracaso. De principio a fin. En mi defensa, solo puedo decir que es un fracaso honesto.
Con la ayuda de los científicos Noemia Kazue Ishikawa y Francisco Marques Bezerra, coautores de este reportaje, he buscado meterme en la piel —¿piel?— de un hongo. Más concretamente, intento averiguar cómo el Coprinellus sp, un género cosmopolita, percibiría nuestra presencia en esa pequeña parte de la Amazonia, que aún resiste a 10 kilómetros de la ciudad brasileña de Altamira, uno de los epicentros de la destrucción de la selva. Cuando nos adentramos en la selva una noche de luna nueva, oscura, fuimos testigos de una explosión de actividad sexual, tanto del Coprinellus como de todos los demás. Quedó claro cuando vimos setas por todas partes, de las más variadas formas y colores, con texturas lujuriosas y olores penetrantes. Las setas son los genitales de los hongos y estaban todas allí, expuestas y ofreciéndose. Es decir, que cuando nos colamos en la selva era el momento de los juegos de reproducción, selección, evolución, colaboración, relación. Vida intensa.
Colonia de hongos Coprinellus en el bosque de Altamira, Pará.
Eso no significa en absoluto que nuestro cuerpo humano o nuestras feromonas tengan algún efecto sobre la libido de los hongos. Las criaturas de dos brazos y dos piernas no les interesan más que para ocuparlas de forma oportunista o colaborativa, dos palabras que surgen de la moral humana, ya que cuando los hongos nos ocupan lo que sucede es solo la vida. Las condiciones libidinosas —otra humanidad explícita— se venían formando desde muchos meses antes de nuestro paseo nocturno. En el caso del Coprinellus, que ya tenía los órganos sexuales maduros, solo nos utilizó para impregnarnos la ropa y la piel y que transportáramos sus esporas. Como si fuéramos sus «mulas» hacia otras partes del planeta, pero sin que pudieran pillarnos en las fronteras. Nos convertimos en un factor más de su éxito fungificando el mundo.
Con los micelios que se encontraban en una tranquila fase asexual y que molestamos con las luces de las linternas o los flashes de las cámaras, desempeñamos un papel un poco más activo. Los micelios son las enmarañadas redes que forman los hongos de los más variados géneros y especies, a través de las cuales se comunican y relacionan con las raíces de los árboles y otras plantas, con insectos, aves e incluso mamíferos. Según los científicos, si juntáramos todas las puntas del micelio que encontráramos en una cucharadita de suelo sano, podría extenderse entre 100 metros y 10 kilómetros. Las redes miceliales, costura viva que conecta gran parte de la vida, se entrelazan con las raíces y los brotes de las plantas, los cuerpos de los animales, los sedimentos del fondo del océano, las praderas y los bosques. Crean paisajes. En la descripción del micólogo (así se conoce a los que estudian los hongos) Merlin Sheldrake, lo que llamamos hifas son células, «finas estructuras tubulares que se ramifican, se funden y se entrelazan para formar la filigrana anárquica del micelio», «una investigación en crecimiento», «una especulación corpórea». Las hifas son hilos del intrincado bordado que es el micelio, y el micelio «no es una cosa, sino un proceso». La selva y gran parte del planeta se sostienen gracias a esta inmensa red micelial, un entramado vivo y absurdamente competente. No la vemos ni hablamos mucho de ella, pero si no fuera por esta vasta red, la selva amazónica sería muy diferente.
Un párrafo de pausa para pensar en esto por un instante. En la belleza de todo esto. Un planeta sostenido por una red viva, en gran parte subterránea, en intensa actividad y en constante diálogo con una multiplicidad de seres. Es muy hermoso. Y lo ignoramos. Pero es así como persisten los enclaves de naturaleza. Y tendrá que seguir siendo así si nuestra especie quiere continuar existiendo.
En la selva, nuestras luces entrometidas pueden haber desencadenado una producción de emergencia de setas, anticipando los intercambios sexuales unas semanas o incluso meses, provocando una especie de baby boom. Cuando caminamos sobre la hojarasca y las ramas que había por el suelo con nuestras botas de senderismo, injuriamos los micelios, ya fuera con nuestro peso o rompiendo el sustrato. Hasta las heridas pueden estimular la reproducción de estos grandes supervivientes. La repentina iluminación puede haberlos confundido, quizás la interpretaron como la caída de un árbol que abre un claro, lo que significa abundancia de comida para sus futuras generaciones. Los hongos son seres vivos extraordinarios, y por eso llevan en el planeta al menos mil millones de años. Ayudaron a crear la Amazonia y todos los bosques.
Estoy intentando explicar, desde el punto de vista de los hongos, cómo recibirían la «visita» de seres humanos, seres que se desplazan sobre dos piernas y con dos brazos unidos a un torso, cuyo cerebro descansa (en algunos casos sin llegar a despertarse jamás) dentro de una bola sostenida por un asta llamada cuello. Por todo lo que he estudiado sobre los hongos, si les interesara dar una opinión, no sería nada halagüeña. Ante uno de sus hipnotizados auditorios, el británico Merlin Sheldrake, a quien los hongos han convertido en autor de superventas, los describió así : «Si no tuvieras cabeza, ni corazón, ni centro de operaciones. Si pudieras sentir con todo tu cuerpo. Si pudieras agarrar un pedacito del dedo del pie o del pelo y este se convirtiera en un nuevo tú… y cientos de estos nuevos tú pudieran fusionarse en una unión imposiblemente grande. Y cuando quisieras moverte, producirías esporas, esa pequeña parte condensada de ti que podría viajar por el aire».
Eso es ser un hongo. Sencillo, ¿verdad? Es lo que impele a una periodista que quiere escribir sobre hongos, como es mi caso en este momento, y también sobre otres más-que-humanes, a aprender a vivir con el fracaso permanente. Si el periodismo requiere alcanzar a comprender el mundo que es el otro, comprender otra experiencia de ser y estar en esta casa-planeta —algo que defiendo con uñas y dientes desde que me hice periodista, hace 35 años—, en el caso de los hongos es (casi) imposible.
Así pues, el hecho de que quien escribe estas líneas sea una periodista en movimiento de fracaso aporta información relevante para el lector. La cobertura periodística de les más-que-humanes está determinada por nuestro propio cuerpo. Tener este cuerpo —y no otro— limita mucho nuestra experiencia de intentar comprender a otros cuerpos, algunos radicalmente distintos, como el de los hongos. Tendríamos que miceliarnos más allá del tiempo que nuestra vida nos permite. Puede que un periodista indígena consiga comprenderlo mucho mejor, ya que habita su cuerpo de otra manera, pero seguiría siendo bastante difícil sin la ayuda de otros seres-plantas que componen bebidas rituales como la ayahuasca o de otros caminos de intersección entre mundos. Tendremos que adoptar estas nuevas herramientas de reportaje si queremos hacer mejor periodismo sobre les más-que-humanes, ser capaces de ampliar nuestras posibilidades de investigar otros mundos abriendo partes de nuestra conciencia que permanecen dormidas si no hay estímulo.
Quizá lo que llamamos «consciencia» por sí sola no baste, quizá ni siquiera baste el «inconsciente». Habrá que ampliar las posibilidades de ambos, mezclarlos. Quizá solo sea posible escuchar a los hongos y a los otros a través de los sueños, de la forma como los indígenas entienden qué es soñar. Todo ello implica una profunda negociación con los pueblos-selva o, lo que es más interesante, el desblanqueamiento del periodismo tradicional y de sus protagonistas.
Queda reconocido el fracaso. Si aún quieres adentrarse en esta selva —y más tarde en el poderoso río Xingú— para seguir un reportaje honesto sobre el fracaso de escuchar a los hongos, acompáñanos.
Noemia Ishikawa, bióloga e investigadora experta en micología.
Variedad de Pleurotus djamour, uno de muchos hongos consumidos por el pueblo Yanomami quienes lo llaman Hiwala Amo (puercoespín).
Hongo del filo Ascomicota de la especie Cookeina speciosa.
Coprinellus.
2. Como Frida Kahlo
Cuando elegí el tema para esta serie magistral de Dromómanos, no tenía ni idea de que los hongos se habían convertido en la Frida Kahlo del mundo natural en las ruinas construidas por les humanes. Vayas donde vayas, en cualquier lugar de Occidente, hay imágenes de esta genial artista. Con sus cejas pegadas, su mirada perforadora, flores de colores en profusión, la han convertido en jarrones, estuches, camisetas y todo tipo de fruslería. Frida se ha vuelto pop, y los hongos también empiezan a serlo. Los hongos son cool. No donde yo vivo, en la zona rural de Altamira, en las profundidades del estado de Pará, donde desde hace meses intento sin éxito librar a mis cuatro gatos de una dermatofitosis causada por la ocupación de hongos de los géneros Epidermophyton, Microsporum y Trichophyton, que avanza sin pudor por sus cuerpos, abriendo paisajes donde antes había pelo. Pero en el mundo de las mercancías, estas criaturas en las que solo se reparaba cuando afeaban un dedo gordo del pie han sido, en cierto modo, «descubiertas» por un público sofisticado, capaz de comprender lo que estos seres representan en un planeta en mutación climática.
Al ya mencionado Merlin Sheldrake se le atribuye el mérito de popularizar los hongos con su fascinante La red oculta de la vida (GeoPlaneta, 2020, traducido por Ton Gras Cardona). El original, en inglés, se lanzó unos meses antes, siguiendo una trayectoria editorial que ha situado a las plantas y a los hongos en el centro. Con su cara de ángel barroco y una personalidad carismática, Sheldrake se ha convertido en uno de los autores más conocidos de este nuevo mundo sobre algunos de los seres vivos más viejos del planeta. Pero está lejos de ser el único. En los últimos años, el número de libros, películas, series y documentales sobre hongos ha aumentado casi en la misma proporción que las cejas miceliales de Frida Kahlo.
En el ámbito jurídico, de los derechos de la naturaleza, un grupo de científicos y activistas también se está moviendo en defensa de los hongos. En abril de 2021, lanzaron la Declaración de la Iniciativa Fauna, Flora, Funga: «es hora de que los hongos sean reconocidos en los marcos legales de conservación y protegidos en pie de igualdad con los animales y las plantas». La mejor estimación sugiere, según su manifiesto, que hay entre 2,2 y 3,8 millones de especies de hongos en el planeta, entre 6 y 10 veces el número estimado de especies de plantas. Pero la ciencia no ha descrito ni el 10% de todas las especies de hongos. En la actualidad, solo la conservación de 625 se considera prioritaria en la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, frente a 87.000 especies de animales y 62.000 especies de plantas. Los hongos, denuncian los activistas, «representan únicamente el 0,2% de nuestras prioridades globales de conservación». Algunos micólogos observan iniciativas como esta con cautela. A pesar de la enorme importancia de proteger los hongos, creen que hay que tener cuidado con la «lista roja», porque algunas especies son esenciales para la dieta de los pueblos indígenas y otras se utilizan para fabricar su intrincada cestería, como en el caso del pueblo Yanomami de Brasil. No hay nada mejor que el debate para que las dudas mejoren la acción.
El movimiento en favor de los hongos, los más desatendidos de una naturaleza desatendida, está anclado en razones de peso, como la propia supervivencia de la especie humana. La mejor ciencia ha demostrado que más del 90% de las plantas dependen de hongos simbióticos, que se entrelazan entre las células vegetales, les garantizan a las plantas nutrientes esenciales y las defienden de las enfermedades. Estos hongos forman parte de las plantas, una parte más antigua que las hojas, las flores, los frutos o incluso las raíces, y se encuentran en la base de las cadenas alimentarias que sustentan gran parte de la vida en la Tierra. Los hongos son tan fabulosos que hay especies capaces de vivir en los residuos mineros y otras que han demostrado ser resistentes a la radiación y tienen potencial para utilizarse para limpiar zonas contaminadas.
El antropocentrismo —poner al hombre (el género es deliberado) en el centro— nos ha llevado a la catástrofe climática. También ha limitado nuestra mirada sobre todos los que llamamos otros. «Las definiciones científicas clásicas de inteligencia utilizan al ser humano como patrón de medida», advierte Sheldrake. «Según estas definiciones antropocéntricas, siempre estamos en la cima de la clasificación, seguidos de animales que se parecen a nosotros (chimpancés, bonobos, etc.) y luego de otros animales «superiores», y así sucesivamente, formando una tabla clasificatoria, una gran jerarquía de la inteligencia que elaboraron los antiguos griegos y persiste hasta nuestros días de una forma u otra. Como estos organismos no se parecen a nosotros ni se comportan como nosotros —y no tienen cerebro—, tradicionalmente se sitúan en el extremo inferior de la escala».
Sin embargo, el cuerpo humano, del que estamos tan orgullosos, tiene muchas menos posibilidades que cualquier hongo, como debería haber quedado claro a estas alturas de la narración. «Nosotros no podemos hacer crecer nuevos miembros y estamos presos al único cerebro que tenemos. En cambio, los hongos siguen creciendo y cambiando de forma a lo largo de toda su vida», escribe la antropóloga estadounidense Anna Lowenhaupt Tsing en La seta del fin del mundo: Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas (publicado en 2021 por Capitán Swing y traducido por Francisco J. Ramos Mena). El lanzamiento del original, en inglés, en 2015, fue todo un acontecimiento. «Los hongos son famosos por cambiar de forma en función de sus encuentros y entornos. Muchos son «potencialmente inmortales», lo que significa que mueren por enfermedad, lesiones o falta de recursos, pero no de viejos. Este simple hecho nos alerta sobre cómo nuestro pensamiento sobre el conocimiento y la existencia acepta una determinada forma de vida o una edad que se considera avanzada. Difícilmente nos imaginamos la vida sin estos límites», señala Anna Tsing.
Los hongos nos desafían a pensar de otra forma, a partir de otras posibilidades que abren otros cuerpos y de relaciones entre una diversidad de seres. Pero dado que el capitalismo ha moldeado a unos humanos que solo perciben y respetan a quienes no son ellos mismos si saben que pueden serles útiles, es importante recordar que los hongos están en la base de casi todo lo que es importante en la vida cotidiana, desde el pan y la cerveza hasta la penicilina que ha salvado y salva a millones de personas cada año. Los hongos producen compuestos que hoy son la base de medicamentos como antibióticos, estatinas e inmunosupresores. También se investigan compuestos extraídos de hongos para medicamentos anticancerígenos, antiparasitarios, antidepresivos y otras dolencias.
La investigadora Noemia Ishikawa junto a su colaborador Francisco Marques Bezerra “Flechinha”, un experimentado leñador del INPA y originario de las islas de Altamira.
Gerson y Teresinha analizan hongos de diferentes especies en la parcela familiar de Altamira
En resumen: si tienes problemas de colesterol, tus posibilidades de disfrutar en la mesa están directamente relacionadas con los hongos y, si enfermas, tus posibilidades de curarte pueden depender directamente de su existencia. Por tanto, la preocupación por el futuro de los hongos también tiene sentido desde el punto de vista del utilitarismo (u ombliguismo) humano. Al igual que a otros seres, a los hongos les impacta enormemente la deforestación, los incendios y el uso abusivo de pesticidas. Preocuparse por ellos es tan importante como preocuparse por las nuevas generaciones de humanes, porque sin hongos puede que no haya mañana para les niñes que ya han nacido.
Esta es la lucha de la Fundación Fungi, apoyada por científicos, artistas y personalidades europeas, estadounidenses y latinoamericanas. Fundada en 2010 por la micóloga chilena Giuliana Furci, es la primera organización mundial dedicada a la protección de los hongos. Según la web de la organización, el trabajo de esta científica «desencadenó la inclusión de los hongos en la legislación ambiental de Chile y permitió evaluar el estado de conservación de más de 80 especies de hongos». Los científicos y activistas de la Fundación Fungi se imaginan un planeta sano en el futuro, en el que los hongos sean reconocidos como conectores de la naturaleza. Su misión es estimular la investigación sobre los hongos para aumentar el conocimiento sobre su diversidad, promover soluciones innovadoras para algunos problemas, educar sobre su existencia y aplicaciones, así como recomendar políticas públicas para su conservación. La visita a la web de la Fundación Fungi es un paseo muy recomendable, con una parada estimulante en la Fungipedia, donde se pueden aclarar las dudas más básicas sobre los hongos. Puede ser el punto de partida de un viaje por este universo absolutamente extraordinario de vidas tan diferentes a la nuestra, que no solo sustentan nuestra casa común, sino también nuestra propia existencia.
En asociación colaborativa, podemos decir, como Merlin Sheldrake: «En este preciso momento, los hongos cambian el curso de la vida, y así lo vienen haciendo desde hace mil millones de años. Comen piedra, crean suelos, asimilan agentes contaminantes, se nutren de plantas pero también las matan, sobreviven en el espacio, provocan alucinaciones, producen alimentos, generan medicinas, manipulan el comportamiento animal e influyen en la composición de la atmósfera terrestre. Los hongos tienen la clave para entender nuestro planeta y nuestras formas de pensar, sentir y comportarnos. Aun así, sus vidas transcurren principalmente fuera de nuestra vista, y más del 90% de sus especies siguen sin clasificar. Cuanto más sabemos de los hongos, menos sentido tiene todo sin ellos. (…) Muchos de los acontecimientos más dramáticos ocurridos en la Tierra han sido —y siguen siendo— resultado de la actividad de los hongos. Las plantas lograron salir del agua hace unos 500 millones de años gracias a su colaboración con los hongos, que ejercieron como sus sistemas radiculares durante decenas de millones de años hasta que las plantas pudieron desarrollar los suyos. Hoy, más del 90% de las plantas dependen de los hongos micorrícicos —del griego mykes (hongo) y rhiza (raíz)—, que comunican los árboles en redes compartidas a veces llamadas Wood Wide Web. Esta ancestral simbiosis dio origen a toda la vida reconocible en la Tierra, cuyo futuro depende de la capacidad ininterrumpida de plantas y hongos por establecer relaciones saludables».
Ni siquiera la gastronomía humana sería tan sofisticada sin los hongos comestibles. El hongo matsutake, por ejemplo, costura la cultura japonesa: el Japón que conocemos no existiría sin él. La jornada del matsutake se narra en el extraordinario libro de Anna Tsing, que micelia conocimientos para crear una de las obras más originales de este inicio de milenio. «Si nos abrimos a su fúngico atractivo, el matsutake puede catapultarnos a la curiosidad que me parece que constituye el primer requisito para la supervivencia colaborativa en tiempos precarios», dice justo al principio. «En un estado de precariedad global no tenemos otra opción que buscar la vida en esas ruinas».
La antropóloga habla de abrirse a la indeterminación de los encuentros y lanza la precariedad como una potencia para que los encuentros se produzcan. «La precariedad es la condición de ser vulnerable a otros (…). Tal indeterminación expande nuestra concepción de la vida humana, mostrándonos cómo el encuentro nos transforma», afirma. Y en otras partes de este libro magistral: «Estamos contaminados por nuestros encuentros: estos cambian lo que somos en tanto que damos paso a otros. (…) Colaborar implica trabajar a través de la diferencia, lo que a su vez conduce a la contaminación. Sin colaboración, todos morimos. (…) Lo que es importante para la vida en la Tierra se produce en esas transformaciones [las del encuentro y la indeterminación], no en los árboles de decisión de individuos autónomos».
El biólogo estadounidense Scott Gilbert ha sugerido que la naturaleza «puede estar seleccionando relaciones, en lugar de individuos o genomas». Abrirse al encuentro con los hongos es comprender que la idea de individuo es una imposibilidad que solo podría tener éxito en un sistema como el capitalismo, que ejerce el control desconectando a los otros, que somos nosotros, y reduciéndonos a uno. Yo misma solo puedo escribir en este momento gracias a las bacterias que ahora están digiriendo el pan con mantequilla que he desayunado. El número de bacterias —39 billones— que hay en nuestro cuerpo es mayor que el de células —30 billones—: solo en el intestino humano hay más bacterias que estrellas en la galaxia. El individuo no existe, como nos demuestran los hongos. No hay un «nosotros mismos» sin los otros que existen dentro y fuera de nosotros.
Al tejer la trama viva del mundo, los hongos señalan que solo hay vida en el encuentro. Y el encuentro siempre es indeterminado.
3. Altamira, las ruinas de la selva
En Altamira, mi hábitat, las ruinas del capitalismo de las que habla Anna Tsing no podrían ser más explícitas, y precisamente en estas brechas es donde también se produce una feroz resistencia de todo lo vivo. Altamira, el municipio más grande de Brasil, este país dado al gigantismo, es también uno de los mayores del mundo, con casi 160.000 kilómetros cuadrados. El distrito de Castelo de Sonhos, por ejemplo, pertenece al municipio de Altamira, pero está a mil kilómetros de su sede, lo cual ayuda a los destructores de la selva y a sus milicias de sicarios a amenazar y matar a los defensores de la Amazonia y quedar impunes. Fuera de cualquier ruta de los naturalistas del pasado y con un tamaño similar al de algunos países europeos, Altamira se ha convertido, para científicos como la brasileña Noemia Ishikawa, en una tierra de maravillas aún por descubrir: «Altamira es para mí como un país al que puedo mirar del mismo modo que los naturalistas del pasado miraban a Brasil», dice.
Brasil (des)alberga el 60% de la mayor selva tropical del planeta. En esta vasta región, es probable que ningún otro lugar represente más que Altamira la guerra que ha emprendido contra la naturaleza la minoría dominante formada por las empresas transnacionales, los gobiernos y parlamentos que están a su servicio y gran parte de los superricos que hoy construyen búnkeres en países como Nueva Zelanda para protegerse del cataclismo climático o que intentan encontrar la forma de llegar a Marte. Fue en esta ciudad, a orillas del río Xingú, uno de los afluentes más biodiversos del Amazonas, donde el general Emílio Garrastazu Médici «inauguró» el inicio de las obras de la carretera Transamazónica a principios de la década de 1970. El acto se inscribió en una placa que posteriormente sería robada. En la placa se anunciaba el delirio tan humano de los dictadores: «En estas márgenes del Xingú, en el corazón de la selva amazónica, el Sr. Presidente de la República inicia la construcción de la Transamazónica, un paso histórico hacia la conquista de este gigantesco mundo verde».
Variedad de especies de hongos recolectadas en una expedición micológica en Altamira.
Para literalizar las palabras, se taló un gigantesco castaño, por lo que el lugar se conoce jocosamente como «el leño del presidente». Es imposible entender la destrucción de la Amazonia —y de cualquier bioma— sin contemplar el impacto del patriarcado. La misma lógica que viola el cuerpo de las mujeres ha violado durante décadas el cuerpo de la selva: como el de las mujeres, el cuerpo de la selva se trata como si fuera un objeto de explotación, un cuerpo sometido al que se le arranca todo para que la explotación pueda continuar. El inmenso tronco del castaño arrancado del suelo se convierte entonces en el «leño del presidente», expresión fálica de la «conquista» de la naturaleza.
Fue durante la presidencia del general Médici, en la dictadura empresarial y militar que oprimió a Brasil de 1964 a 1985, cuando más civiles que se resistían al fin de la democracia fueron secuestrados, torturados y ejecutados por agentes del Estado. A las mujeres que se oponían al régimen dictatorial se les reservaban dosis extra de sadismo, como meterles ratas y cucarachas en la vagina, dejarlas atrapadas con una serpiente, como le ocurrió a la periodista Miriam Leitão, o llevar a los hijos pequeños para que presenciaran el cuerpo destrozado de su madre torturada, como hicieron con los de Amélia Telles. «Mamá, ¿por qué estás azul?», preguntó su hija de 5 años años a la mujer transfigurada por las descargas eléctricas.
La Transamazónica que inauguró Médici atravesó más de 4.000 kilómetros de selva y masacró a pueblos originarios humanos y no humanos. Durante la dictadura, más de 8.000 indígenas fueron asesinados. Parte de la carretera se abrió a costa de sangre y exterminio. Ese fue el primer fin del mundo que conoció la región de Altamira.
El segundo fin del mundo llegó, paradójicamente, con el gobierno más a la izquierda de la historia de Brasil, el de Luiz Inácio Lula da Silva, que permaneció durante dos mandatos, de 2003 a 2010 —desde enero de este año, Lula vuelve a ser presidente del país—. Esta vez, el nombre del apocalipsis era Belo Monte. La hidroeléctrica represó el Xingú y convirtió Altamira en una de las ciudades más violentas de Brasil al expulsar a miles de personas de la selva ahogando islas y devorando partes de tierra firme. El desarrollo es «el apellido del capital», escribió la antropóloga Joana Cabral de Oliveira en su prefacio a la edición brasileña del libro de Anna Tsing.
La transfiguración del territorio fue de tal proporción que, a principios de 2020, poco antes de la llegada del virus de la covid-19 a la región, la ciudad fue testigo de una serie de suicidios de adolescentes. Según algunos profesionales de la salud mental, la hipótesis más probable para explicar el fenómeno es la corrosión del modo de vida, la rutina de muertes violentas y la destrucción de los lazos comunitarios que provocó la hidroeléctrica. Quienes sufrieron más el impacto fueron los niños que se hicieron adolescentes en este contexto, los más frágiles entre los frágiles, que vieron como los adultos a su alrededor también se convertían en ruinas. Hoy, al secuestrar el 70% del agua del río, los pueblos de la selva acusan a Belo Monte de provocar un ecocidio en la Vuelta Grande del Xingú, como se denomina el tramo de 130 kilómetros que alberga una enorme biodiversidad y algunas especies de peces que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo.
Altamira suele registrar la mayoría de los récords de deforestación e incendios criminales de la Amazonia brasileña. En este escenario de destrucción continua y persistente de todo lo vivo, incluidos los pueblos-selva, es fácil entender por qué la necesidad de proteger los hongos no se le ha pasado a nadie por la cabeza ni por un segundo. Pero a Noemia Ishikawa sí, y allí ha permanecido.
4. La humana-hongo
Descendiente de japoneses que se convirtieron en agricultores en Londrina, en la región sur de Brasil, Noemia se enamoró por primera vez de las setas shiitake que cultivaba su abuelo Nobuo Komagome con la tozudez de los supervivientes. Cuando emigró al otro lado del planeta en 1932, él buscaba aventuras y una vida sin pobreza. Necesitaba crear lazos para crear un hogar. Entre el abuelo, que solo podía plantarse en una tierra extraña como el hongo que tantos significados tiene en su cuna ancestral, y la niña Noemia, que sufría bullying en la escuela por ser diferente en forma y contenido, el shiitake fue puente, útero y destino.
Desde muy pequeña, Noemia se identificó más con esta vocación transcasitodo de los hongos que con los humanos con los que se veía obligada a relacionarse más allá del hogar familiar. Poco a poco, ella misma se fue asemejando a una generosa seta humana, hecho que extraña a ciertos especímenes de su especie original. A Noemia le encanta escribir sus experiencias en forma de crónicas. Así, en un taller de escritura creativa, creó un personaje que era ella misma para poder contarse sin tener que dar tantas explicaciones. Pero al analizar su creación, sus colegas decretaron: «personaje mal inventado». Los aspirantes a literatos argumentaron que era imposible que una misma persona transitara entre universos de conocimiento tan diferentes. Claramente, no entendían nada de hongos ni de otres humanes. Noemia se presenta a menudo como «ni-ni»: ni niña ni mujer, por ejemplo. Ni-ni, para ella, es una liberación fúngica para miceliarse por la vida.
De mayor, siendo ya bióloga y una respetada micóloga con un doctorado en Japón, emigró al norte de Brasil y estableció su hogar en el Instituto Nacional de Investigaciones de la Amazonia (INPA), un centro de producción científica en medio de la selva superviviente de Manaos, una de las capitales más degradadas y violentas de la Amazonia. En aquella época, 2004, Noemia seguía la lluvia. «Cuando decidí vivir en la Amazonia, el plan era vivir donde lloviera mucho, porque habría muchas setas. El plan salió bien, tuve la oportunidad de conocer cientos de especies de hongos y participar en el descubrimiento de docenas de especies nuevas. Incluso en paseos cortos después de comer, en dos ocasiones encontramos especies aún desconocidas para la ciencia», cuenta. «Sin embargo, había algo que me intrigaba: ¿por qué los hongos utilizan tanta energía para producir cantidades desproporcionadas de esporas, haciendo que millones de toneladas de esporas se dispersen en la atmósfera cada año? Solo lo entendí cuando leí el artículo de Maribeth Hassett y sus colegas en la revista científica Plos One, titulado «Los hongos hacen llover: las esporas actúan como núcleos de las gotas de lluvia”. Explica que las esporas, junto con el polen de las plantas y otras partículas, pueden actuar como núcleos de condensación de agua en las nubes. De este modo, las esporas de los hongos pueden favorecer las lluvias en los ecosistemas». Desde entonces, Noemia se debate en esta duda, muy parecida al famoso impasse entre el huevo y la gallina: «¿En la Amazonia hay más setas porque llueve más o llueve más porque hay más setas?».
Producción de esporas de un hongo del filo Basidiomycota del género Fuscoporia.
Variedad del género Xylaria, el “dedo de muerto”, en Altamira.
Francisco Marques Bezerra “Flechinha”.
Favolus yanomamii Palacio & Menolli, una especie que la científica Melissa Palacio y sus colaboradores describieron como nueva en 2021 y bautizaron en honor a los indígenas que la incluyen en su dieta.
Si la ciencia académica conoce menos del 10% de los hongos que existen en el planeta, la hipótesis más probable es que gran parte del 90% restante se encuentre en las selvas tropicales del mundo, los centros de biodiversidad de la Tierra. La mayor es precisamente la Amazonia, que, a un ritmo acelerado, está llegando al punto sin retorno, el momento en que la destrucción será tal que la selva dejará de ser lo que es y de hacer lo que hace para convertirse en otra cosa.
La científica Luciana Gatti, del Instituto Nacional de Estudios Espaciales, uno de los principales centros de producción científica de Brasil, ha comprobado en investigaciones recientes que hay grandes partes de la Amazonia que, debido al nivel de destrucción que han alcanzado, ya emiten más carbono, el principal gas de efecto invernadero, del que absorben. En estas zonas, por tanto, la selva ha pasado de ser una solución para atajar el calentamiento global a convertirse en un problema. Su última investigación, publicada en agosto simultáneamente en la revista Nature y en SUMAÚMA, en la que participaron unos 30 investigadores multidisciplinares, Gatti mostró que los dos primeros años del gobierno del extremista de derecha Jair Bolsonaro, 2019 y 2020, tuvieron un impacto equivalente al peor El Niño jamás registrado, entre 2015 y 2016. Hay fuertes indicios de que el tercer y cuarto año del mandato de Bolsonaro pueden haber sido aún más catastróficos.
Esto demuestra que el tiempo que tenemos para detener la destrucción acelerada de la naturaleza es muy escaso. Y aún es más escaso para entender algo que entiende muy poco no solo la mayoría de la población, sino también los políticos, los ecologistas e incluso algunos científicos del clima: el papel de los hongos en la Amazonia, los grandes creadores y mantenedores de la selva, los que la sostienen con su inmensa red micelial, la costura viva de la Tierra. Si los Yanomami, un pueblo originario que vive actualmente un genocidio entre Brasil y Venezuela, se presentan como «el pueblo que sostiene el cielo», los hongos podrían sentirse cómodos anunciándose como «los pueblos que sostienen la tierra».
Como la región de Altamira no estaba en la ruta de los pocos naturalistas de siglos pasados, la mayoría europeos, Noemia quedó maravillada cuando visitó a un amigo en 2013. «Vi tal diversidad de especies de setas, que las encontraba incluso en las calles de la ciudad», recuerda. En estos paseos sin pretensiones, durante los años siguientes descubriría dos especies de setas que no había visto en ningún otro lugar. Incluso para la ciencia académica brasileña, el territorio era todavía una gran mancha de desconocimiento sobre la diversidad de los hongos. Noemia entonces unió fuerzas con otros profesores para crear un programa de posgrado en Biodiversidad con sede en el campus de Altamira de la Universidad Federal de Pará.
La ciencia siempre ha sido tan colonizadora como lo fueron las monarquías europeas y la naciente burguesía comercial cuando invadieron las Américas. Así, los nombres de los científicos que documentaron géneros y especies de hongos en Brasil y en toda América Latina son casi 100% europeos, con mentalidades eurocéntricas. Incluso hoy en día, por muy políticamente correctas y genuinamente bienintencionadas que sean las iniciativas para proteger los hongos, los exponentes y superventas de Europa y Estados Unidos están, en realidad, poco implicados con los científicos amazónicos que hacen su trabajo con escasos recursos y en un territorio dominado por los sicarios.
Es el caso de científicos como Noemia, que luchan por los hongos en una Amazonia donde es extremadamente difícil evitar que los defensores de la selva sean asesinados por madereros, ladrones de tierras públicas y dueños de minas ilegales. Uno de sus campos de investigación más fértiles es el territorio del pueblo Yanomami, la mayor tierra indígena de Brasil, con 9,7 millones de hectáreas. A principios de este año, SUMAÚMA reveló un genocidio en el territorio, causado por la invasión de mineros ilegales alentados por el expresidente Jair Bolsonaro, en el que está implicada al menos una de las grandes corporaciones del crimen organizado. En los cuatro años de gobierno de Bolsonaro, de 2019 a 2022, 570 niños Yanomami menores de 5 años perdieron la vida por enfermedades prevenibles. Algunos niños murieron, por ejemplo, vomitando lombrices que llegaron a sus cuerpos a través de la contaminación de los ríos y que no pudieron expulsarse por falta de medicamentos o porque en algunas de las regiones los mineros ilegales incendiaron los puestos de salud.
En japonés, señala Noemia, «la palabra para hongo (‘菌’) tiene el mismo sonido que la palabra para oro/dinero (‘金’)», lo que muestra dónde reside el valor en las distintas culturas. «Mis amigos indígenas y yo no entendemos por qué el oro/dinero, un metal brillante e inmutable que no se puede comer, beber o utilizar para hacer ropa, vale más que los hongos (‘菌’), que se han generado gracias a cientos de millones de años de evolución y pueden servir de alimento proteico, utilizarse para hacer bebidas, para vestir, curar y encantar con su belleza natural y luminiscencia», se desespera.
Los científicos brasileños tienen que trabajar en contextos como el del territorio Yanomami y, a menudo, la inseguridad les impide que sigan con sus investigaciones durante meses o incluso años. Aunque Noemia investiga en regiones del territorio menos afectadas por la minería ilegal, es imposible que la violencia no reverbere. La imagen de naturalistas estudiando paisajes bucólicos solo se sostiene en imaginaciones ajenas a la brutal realidad que se vive en el frente de la guerra contra la naturaleza. No hay otra salvación más que la acción política, algo que una parte de la comunidad científica aún no ha entendido.
Si hay pocos recursos para proteger a los propios humanos, en una cultura hegemónica que pone al humano en el centro de todo, es fácil imaginar lo que queda incluso para les no humanes de la llamada «fauna adorable», como las tortugas y los delfines, también amenazados de desaparecer de algunas regiones. Imagínate lo que queda para los hongos, seres que a menudo son vistos como si fueran alienígenas, los raritos de la Tierra, a pesar de haber cocreado el planeta.
Este es el tamaño de la urgencia para los hongos que tejen la vida del planeta. Y especialmente para el vasto mundo de los hongos que micelian la Amazonia. Por culpa de este dolor, varias veces he presenciado como los ojos de Noemia se hacían agua.
Basidiomicetos del género Marasmiellus.
5. El suelo de estrellas
Conocí a Noemia Ishikawa en una visita que hizo a la comunidad donde vivo en 2021, durante una de las primeras treguas de la pandemia de covid-19. Mi compañero, el periodista Jonathan Watts, y yo compramos un terreno degradado en las afueras de la ciudad de Altamira, selva convertida en pasto para el ganado, sumándonos al sueño de crear un enclave de resistencia en uno de los epicentros de destrucción de la Amazonia. La idea que mueve a la comunidad es que cada residente que venga a hacer una casa haga también una selva. Así que, cuando compramos nuestro trozo de terreno arrasado, Jon y yo organizamos primero un sarao, una técnica indígena de reforestación. Durante días abrimos hileras de pequeños agujeros, separados por un metro de distancia. Cuando todo estuvo listo, vecinos y amigos, niños y adultos, se unieron a nosotros para el momento más extraordinario: la siembra de más de 30 especies de árboles, cada semilla una obra de arte de la diversidad de formas y colores.
Hubiéramos querido pasarnos meses contemplándolas, acariciando sus cuerpos esculturales, antes de arrojarlas a la tierra. Por mucho que entienda los mecanismos que utiliza el capitalismo para producir la corrosión acelerada de los cuerpos humanos, la deformación del sentir y del pensar que comenzó con el alquiler de los cuerpos y moldeó su interior a través del consumo, no puedo evitar que me intrigue que se destruya la selva para obtener oro cuando tenemos en nuestras manos estas maravillas que se convierten en selva. Dejas caer una semilla al suelo, como hacen los pájaros, los insectos y los murciélagos, y algo vivo brota de él. Y así, plantando una pequeña, diminuta, selva, empezamos a construir nuestra casa.
Allí nos encontró Noemia por primera vez. La casa era nuestra, pero fue la visitante quien nos llevó a conocer a los vecinos. Al anochecer, nos llevó a dar un paseo por una pequeña área de selva superviviente, a solo unas decenas de metros. Cuando llegamos, nos dijo que apagáramos las linternas. Es una sensación poderosa estar en la selva en la oscuridad. En la más completa oscuridad. La dimensión de nuestra fragilidad se hace más profunda cuando todo lo que hay debajo y encima de ti, alrededor y por todos los flancos, está vivo, y no muerto como en las ciudades. Nos quedamos así, en absoluto silencio, durante cinco minutos. Y entonces, de repente, una lucecita se encendió a nuestros pies. Y luego otra lucecita. Y otra. Y seguimos allí, quietos, viendo aparecer las lucecitas. Diez minutos después, entendí qué era un suelo de estrellas. Como en la canción de los brasileños Sílvio Caldas y Orestes Barbosa, durante tanto tiempo «hemos pisado los astros, distraídos». Había estrellas por todo el suelo de la selva, en los troncos de los árboles, en los arbustos, en las hojas. Imagínatelo: por la noche, la selva tiene un suelo de estrellas.
Mis ojos flotaron ante semejante belleza. Reprimí los sollozos porque no quería ser un ruido en casa ajena. Solo entonces Noemia explicó que eran hongos bioluminiscentes. Siempre habían estado allí, justo al lado de casa, pero nunca había sido capaz de avistarlos. Pasaba por allí varias veces al día y nunca antes —nunca— había sido capaz de verlos.
Cuento esta escena porque creo que eso es lo que ocurre entre los humanos no indígenas y la selva amazónica, o cualquier otro enclave de naturaleza. Está lo que vemos, que es casi nada. Está lo que sabemos que existe porque alguien lo ha investigado, que es un poco más, pero sigue siendo casi nada. Y está lo que no sabemos que existe, que es casi todo.
Hay una expresión recurrente sobre la Amazonia y otros biomas que puede aplicarse a los hongos y a todo lo desconocido para los humanos: hay que conocer para amar. Y que, por eso, deberíamos hacer un esfuerzo educativo monumental para llevar el conocimiento sobre la Amazonia y sus habitantes al mayor número de personas posible, como estrategia de conservación. Personalmente, discrepo. Creo que el esfuerzo educativo monumental sería estupendo para los humanos, que tendrían la oportunidad de ampliar su limitada visión de sí mismos y de los mundos que los rodean, más allá de su ombligo. Pero no creo que sea necesario conocer para amar, y mucho menos conocer y amar para respetar la vida de los demás.
Piensa en los hongos y en toda la gente que nuestra ignorancia ignora. Si te resulta difícil, piensa en los que curiosamente se llaman «pueblos aislados», indígenas que han llegado a la conclusión de que es mucho mejor para su vida no conocer a los no indígenas ni a otras poblaciones originarias. En la Amazonia brasileña, en el Valle del Yavarí, es donde se encuentra la mayor concentración de estos pueblos del planeta, en su empeño diario por vivir sin cruzarse con ningún blanco. Ellos no quieren conocernos, y nosotros no necesitamos conocerlos para respetarlos. Solo tenemos que respetarlos, lo que significa respetar su decisión de seguir sin conocernos. Así de simple. Es muy arrogante pensar que, para que los otros tengan derecho a existir, tanto las personas como los territorios necesitan la aprobación de nuestro magnánimo amor.
Noemia cuenta que Takehide Ikeda, un investigador del color de los seres vivos de la Universidad de Kioto, le dijo: «La mitad del mundo está siempre oscura, pero la gente solo mira la parte clara». El comentario le llamó la atención sobre cómo tendemos a asociar lo desconocido con la oscuridad y lo conocido con la luz. Y cómo los humanos intentan iluminar cada vez más lugares durante más tiempo por la noche, como podemos ver en las pantallas instaladas en los asientos de los aviones durante los viajes largos. Se alegró al recordar lo oscura que es todavía la Amazonia por la noche en esos mapas.
«En la Amazonia, adentrarse en la selva por la noche, especialmente las noches de luna nueva, es una experiencia que no me canso de repetir. Lo llamamos micoturismo nocturno», cuenta. «Normalmente vemos hojas que emiten luz, pero en raras ocasiones es posible encontrar setas que brillan enteras». Lo que parece una novedad para la mayoría ya lo habían relatado el filósofo griego Aristóteles (384-322 antes de la era común) y el naturalista romano Plinio el Viejo (23-79 antes de la era común). Ambos mencionaron que la madera húmeda a veces desprende un brillo. Hoy sabemos que el brillo procede de los hongos bioluminiscentes que descomponen la madera. La bioluminiscencia es un fenómeno relacionado con los organismos que emiten luz, inicialmente relatada en poesías, ilustraciones, cuentos e incluso fábulas, pero que ahora estudian investigadores de todo el mundo.
El químico y físico irlandés Robert Boyle (1627-1691) demostró que el oxígeno intervenía en el proceso de bioluminiscencia tanto en los hongos como en las luciérnagas. Dos siglos más tarde, el farmacéutico francés Raphaël Dubois descubrió que la reacción química de la bioluminiscencia requiere una molécula estable al calor —a la que llamó «luciferina»— y otra inestable al calor, la «luciferasa», que él creyó que era una enzima. Con los avances científicos del siglo XX, las investigaciones demostraron que tanto Boyle como Dubois estaban en lo cierto. El Premio Nobel japonés Osamu Shimomura (1928-2018), en la última parte de su vida, se centró en el estudio del sistema de bioluminiscencia de los hongos luminosos. La plena elucidación llegó finalmente en 2017 gracias a un equipo internacional de investigación, con representantes de Rusia, Brasil y Japón. En Brasil, el equipo estuvo dirigido por Cassius Stevani, del Instituto de Química de la Universidad de São Paulo. Hoy ya hay documentadas 115 especies de hongos que emiten bioluminiscencia, 20 de ellas en Brasil. En la Amazonia se han registrado dos especies, Mycena lacrimans y Mycena cristinae.
Quien le reveló por primera vez a Noemia el brillo de los hongos fue el indígena Aldevan Baniwa, una noche de 2017. Aldevan, que también era agente de salud, moriría tres años después, a los 46, el 18 de abril de 2020, de covid-19. Para atender a los enfermos, el Estado solo le proporcionaba una mascarilla al día. Más de 700.000 personas murieron en Brasil de covid-19 en la pandemia, cuando el gobierno de Bolsonaro llevó a cabo un plan para propagar el virus y lograr la «inmunidad de rebaño». Para los indígenas fue aún peor: Bolsonaro llegó a vetarles el agua potable, las camas de emergencia y una campaña de prevención en lenguas indígenas, vetos que fueron anulados por el Parlamento. Cuando aparecieron las vacunas contra el virus, emprendió una cruzada contra ellas. Sin acceso a lo básico y sin barreras protectoras, líderes como Aldevan y docenas de ancianos indígenas que eran raíces y guardianes de su memoria y su lengua, murieron de covid-19. Uno de ellos, Aruká Juma, era el último de su pueblo.
Durante un paseo nocturno por la selva, en Altamira, fue posible registrar un hongo del género Fuscoporia produciendo esporas que volaban por el aire.
Hojas con hongos bioluminiscentes en la Reserva Forestal Adolpho Ducke, Manaos. (Foto: Christian Braga / SUMAÚMA)
Colonia de hongos Coprinellus en fase reproductiva.
Cuando descubrió los hongos bioluminiscentes, la emoción de Noemia fue de tal magnitud que escribió un libro junto con Aldevan Baniwa, Takehide Ikeda y Ana Carla Bruno: Brillos en el bosque (INPA y Valer, 2019; traducido por Ruby Vargas-Isla). La obra inspiró a la cantante Ellen Fernandes para componer la canción Luzes da floresta, a la artista Hadna Abreu para montar la exposición Amazônia ao cubo y a la escritora Cíntia Moreira para convertir la historia en un pliego de cordel.
«El hongo coloniza la hoja y, por eso, esta brilla por la noche. Aldevan nos llevó a Ikeda y a mí a verlo. Esa es la historia del libro. Transmitimos la ironía de que el científico siempre quiere iluminar, pero Aldevan nos enseñó que hay que apagar la linterna y quedarse a oscuras para ver lo que hay que ver. Era irónico que los científicos tuvieran que deshacerse de la tecnología para ver lo que había», cuenta Noemia, ya que Aldevan Baniwa ya no puede contarlo. «El libro también narra la historia de unos compañeros de Aldevan que se perdieron en la selva porque se hizo de noche, pero consiguieron volver a la aldea porque vieron el brillo de los hongos indicándoles el camino».
Noemia es una de las pocas científicas que realmente micelia con las comunidades donde trabaja, y a veces los indígenas la invitan solo para que cocine para ellos. Es una de las que luchan para que los pueblos de la selva ocupen las universidades y sus conocimientos sean vistos como ciencia. Reunió a un equipo de traductoras de distintas lenguas de los pueblos originarios para traducir libros como Brillos en el bosque. Pero a la hora de digitalizar las traducciones, volvió a encontrarse con un problema recurrente: la falta de algunas letras en el teclado convencional, como ‘ɨ’, ‘ʉ’ y letras con más de una tilde, como ‘ë̃’. Tanto insistió que acabó convenciendo a dos jóvenes de Manaos —Samuel Minev Benzecry y Juliano Portela— para que crearan un teclado adaptado a los alfabetos indígenas, para que los trabajos de escritura y traducción pudieran hacerse más rápidamente en la computadora. El invento que conecta palabras y mundos recibió el nombre de «linklado».
Pisando estrellas y con muchas ideas en común, Noemia y yo nos hemos miceliado en varias ocasiones desde que me enseñó que hay que sostener la oscuridad para ver. Cuando este reportaje empezó a tomar forma, le pedí a ella y a Flechinha que fueran coautores y nos repartiéramos la remuneración a partes iguales, porque no se podía hacer un reportaje sobre hongos si no era miceliando, aunque fuera con personas humanas.
6. El hombre-flecha
Francisco Marques Bezerra, más conocido como Flechinha, es lo que los científicos suelen llamar mateiros o informantes. Como ya se ha explicado, los científicos europeos y estadounidenses tienden a tener prioridad sobre sus colegas brasileños y latinoamericanos, porque disponen de un volumen inmensamente mayor de financiación y recursos, gracias a la histórica acumulación de capital a expensas de la naturaleza y de los cuerpos de los indígenas y negros de la mitad sur del mundo.
Los investigadores como Flechinha se encuentran en la base de esta cadena alimentaria altamente depredadora y desigual. Por el precio de un día de hambre, unos 150 reales (30 dólares), son los que encuentran y abren los senderos hacia los lugares donde los científicos pueden encontrar los hongos y todos los demás «objetos» vivos de estudio, son los que saben dónde están estos seres y son los que mantienen los experimentos en marcha cuando los científicos están en sus tierras de origen, disfrutando de las comodidades de las universidades tradicionales y dando conferencias a sus colegas sobre los peligros a los que se enfrentaron en los trópicos. La ciencia de personas como Flechinha no se reconoce en la mayoría de los trabajos académicos y descubrimientos científicos, y las pocas veces que se les menciona es como «informantes». La producción científica sigue siendo un territorio con una vasta explotación colonial y mucha plusvalía. Pero Flechinha sabe quién es: «He formado a muchos doctores, aquí y en el extranjero», dice.
El científico de la selva trabaja en todas las áreas: aves, reptiles, anfibios, mamíferos, insectos, hongos… En el área de los hongos, que ni siquiera es su favorita, formó parte del equipo que encontró y registró la luminiscencia de la primera especie de seta bioluminiscente de la Amazonia, la Mycena lacrimans. De hecho, fue Flechinha quien la vio primero. Pero no es su nombre el que se recuerda.
Durante el gobierno de Bolsonaro, los recortes en la financiación de la ciencia fueron brutales y afectaron de lleno a los científicos brasileños, una tendencia que ya había comenzado en años anteriores. Si los investigadores académicos sintieron el impacto, personas como Flechinha, que no tienen contrato ni garantías, mucho más. Durante este período, tuvo dificultades para sobrevivir. «En el área en que trabajo, la cosa se complica en invierno (época de lluvias). Pero durante el gobierno de Bolsonaro se complicó todavía más, porque recortó mucho los fondos para investigación. Tuve que hacer trabajillos pintando casas para sobrevivir», cuenta Flechinha. Un grupo de investigadores de Manaos organizó una colecta para evitar que Flechinha y otros mateiros pasaran necesidad, pero no era suficiente. Nacido en Altamira, Flechinha estuvo ocho años sin poder ir de Manaos a su ciudad natal para ver a sus hijos. Solo volvió a ver a la familia al hacer el trabajo de campo para este reportaje.
Su apodo —Flechinha, por el que se le conoce en el mundo académico— proviene de su soltura y velocidad en la selva. En una ocasión, corrió más de 30 kilómetros por la vegetación cerrada para pedir ayuda cuando alguien resultó herido por una motosierra y necesitaba atención médica para no perder la pierna. Se convirtió en «Flecha». Y luego, cariñosamente, «Flechinha», ya que en Brasil el cariño se expresa con diminutivos. Flechinha se ganó una merecida reputación como el más rápido de los mateiros, y llegó a ser muy solicitado para la investigación de animales veloces, desde reptiles a aves.
Noemia tuvo que entrar en una larga lista de espera para conseguir unos días libres en su agenda, mucho antes de que los recortes suspendieran la mayoría de las investigaciones de campo. «La conexión fue inmediata, me cayó muy bien y empecé a programar las recolecciones en función de la disponibilidad del Sr. Flechinha», cuenta . Algún tiempo después, la secretaria del INPA que organiza los diarios de los mateiros le dijo a Noemia que sus colegas de investigación se quejaban de que estaba monopolizando a Flechinha. Decían que no necesitaba un mateiro tan rápido, porque «las setas ni siquiera caminan». Noemia les envió un mensaje a los quejicas: «Estoy rellenita, no estoy en forma y tengo el menisco de una rodilla roto. Por eso, en el caso de que surgiera algún problema, necesitaría socorro rápido». Gracias a la maestría de Flechinha en la selva, nunca han corrido ningún peligro. Juntos han recogido cientos de setas y han recibido visitantes de Brasil y otros países para conocer los hongos de la Amazonia.
Los árboles ahogados caracterizan el desgarrador paisaje a lo largo del río Xingú.
Noemia Ishikawa llega al lugar donde en 2019 descubrió dos nuevas especies de hongos. Allí, al sur de Altamira, había una isla que ha desaparecido debido al impacto de Belo Monte en el comportamiento del río Xingú.
Antes de recorrer distintas zonas de la selva en busca de hongos, nos deteníamos ante una puerta invisible y Noemia pedía permiso para entrar en casa ajena: «Te pedimos permiso para entrar. Muéstranos lo que quieras mostrar y oculta lo que quieras ocultar». Sospecho que la selva quería mostrarse ante nosotros, porque incluso en pequeñas áreas de la zona urbana de Altamira, como el patio trasero de 2.500 metros cuadrados del carpintero Gerardo Ferreira da Silva Filho, encontramos 50 especies de hongos. Gerardo tiene una personalidad fuerte y un tanto original: es un carpintero que en la actualidad no soporta talar árboles y ha empezado a fabricar puertas, ventanas y muebles pegando trozos de madera de segunda mano; ha criado un perro enorme que ni siquiera él puede controlar, casi un cancerbero, que amenaza con soltar cuando algún cazador le pide permiso para disparar a criaturas vivas en su patio; es campeón de su grupo de edad en las carreras populares de Altamira, como la que se celebra en honor del patrón de la ciudad, San Sebastián.
Uno de los hongos que encontramos en su patio es de un género que el equipo de la científica descubrió en 2019. El nombre científico, como de costumbre, es impronunciable: Pusillomyces. Preferimos llamarlo «pelo de Noemia», porque es muy fino y muy negro. Al menos 176 especies de aves de todo el mundo utilizan hongos similares a este para hacer sus nidos. «Como los hongos siguen liberando compuestos antimicrobianos, esto ayuda a mantener los nidos limpios de bacterias y más seguros para los polluelos», dice Noemia. «Esta asociación entre hongos y aves, por un lado, contribuye al éxito evolutivo de las aves y, por otro, a la dispersión de estos hongos por los bosques».
En este reportaje, contaba con que Flechinha, más que en ningune otre humane, me ayudaría a escuchar a otra especie con un cuerpo tan diferente al mío. Ante mi visible ansiedad, me dijo con mucha ternura: «No podrá escucharlos».
Luego, angustiado por mi angustia, me explicó: «Toda la selva tiene vida y todos tienen sentimientos. Pero solo escuchamos la selva en silencio. Miras una planta y te muestra algo. La miras de nuevo y se muestra diferente. Cada vez que apartas la mirada y la vuelves a poner, ves algo diferente. Es una respuesta, como los olores y las cosas que se enredan». Se adentró en la vegetación con pasos ligeros y volvió como una flecha para añadir: «La lengua lo pronuncia todo, pero la mejor visión está en nuestra mente. Si un lugar te parece hermoso, es porque alguien de la selva te está dando una respuesta».
Entendí lo que me dijo Flechinha y, por lo menos una vez, creo que escuché algo, aunque imagino que no fui capaz de comprender del todo el mensaje. Más tarde leería en el libro de Anna Tsing, refiriéndose al hongo matsutake: «el olor es un signo de la presencia de un «otro» a la que de hecho ya estamos respondiendo».
A principios de octubre, conocí a Giuliana Furci en la conferencia MOTH (More Than Human Rights), entre volcanes y Nothofagus, en Chile, y me contó que «siente» los hongos. Una noche, ella y Merlin Sheldrake estaban en esta misma región cuando, de repente, sintieron esta comunicación entremundos e inmediatamente pararon el auto. Se encontraron con un hongo azul. Le pregunté a Giuliana qué siente en esta escucha. Me explicó que es algo que le atraviesa el cuerpo.
Entrar en una selva es sentir que te observan desde todos los lados y ángulos sin poder ver quién te observa. También es sentirte inmerso en algo vivo que respira y te palpa de todas las maneras posibles. Es casi una sobredosis de vida, que siempre repercute en mi cuerpo durante semanas. En la oscuridad, este caleidoscopio de sensaciones es aún mayor.
Llevábamos ropa oscura en una noche de luna nueva, porque la ropa clara estorba para contemplar los hongos bioluminiscentes. Hacía ya un par de horas que estábamos allí cuando agarré una rama partida que brillaba entera. En ese momento, me sentí como la protagonista de la película La llegada (Denis Villeneuve, 2016), la lingüista interpretada por Amy Adams, que trataba de entender lo que intentaban decir los alienígenas que visitaban la Tierra. Me sentí profundamente conectada a ese otro y, de algún modo, siento que los hongos están aquí inspirándome a escribir este texto porque la experiencia de buscarlos me ha cambiado. La precariedad de esta a la que llamo «yo» me llevó a encontrarlos, por lo que están conmigo de alguna manera. Nunca olvidaré lo que sentí, que no se puede convertir en palabras humanas. Pero algo pasó entre nosotros, o eso me hizo creer mi deseo.
Y entonces tuvimos que dejar la selva a toda prisa porque oímos el ruido de cazadores de pacas y armadillos, que suelen ir armados.
7. El colapso
Flechinha fue un niño ribereño de las islas del Xingú, hijo de padre pescador y madre costurera. Siempre que podía, se acomodaba en el suelo de la canoa antes del amanecer para surcar el río por las mañanas. Más tarde, ese mismo padre remaba dos horas hasta la ciudad para que sus hijos pudieran ir a la escuela, y otras dos horas para volver. Y, al final del día, repetía el trayecto. Afortunadamente, el padre y la madre de Flechinha vivieron lo suficiente para saber que su hijo se había convertido en un creador de doctores en varias lenguas.
La familia ribereña vivía en la isla de Pedro Alves. No hay que confundirlo con Pedro Álvares Cabral, el navegante portugués responsable de la invasión de lo que se llamaría Brasil, que contribuyó a lo que, en los siglos XVI y XVII, se convertiría en el exterminio de más del 90% de las poblaciones originales de algunas regiones de América, por los virus y bacterias que cruzaban el mar a bordo de los cuerpos de los invasores. El Pedro Alves de la isla donde vivía la familia de Flechinha no fue protagonista de ningún genocidio, solo fue el primer habitante no indígena del lugar. En el Xingú, como en otros ríos amazónicos, las islas se convirtieron en el último territorio posible para los emigrantes que llegaban, no sin conflictos con los pueblos indígenas, sus habitantes originales.
Como tantos otros nordestinos pobres, el padre de Flechinha había sido trasladado por los programas gubernamentales desde la sequía del sertón de Ceará, donde nació, hasta la selva amazónica para extraer la leche de las caucheras y fabricar la goma que se convertiría en neumáticos y otras piezas para autos y tanques durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Entonces se les llamaba «soldados de la goma». Su madre preferiría que se enfrentara a la selva y a los indígenas antes que convertirse en carne de cañón en Europa en una guerra que no era suya. Cuando todo terminó, el padre de Flechinha se amoldó a una de las islas y comenzó a generar prole y vida, posiblemente deslumbrado por tanta agua y tantos peces.
Flechinha llevaba más de una década sin volver a su isla, así que decidimos hacer una expedición a la tierra de su infancia para que pudiera volver a verla, ahora con ojos de científico. Estábamos ansiosos por saber la cantidad, las formas y las especies de hongos que descubriría en su hogar, ya de adulto y conocedor de otras ciencias. Flechinha, que suele ser comedido, no dejó de hablar desde que la lancha empezó a avanzar sobre el Xingú. Era como si los recuerdos surgieran como una nube de mariposas amarillas de sus interiores y él relatara toda una vida determinada por la isla y los humores del río.
Noemia, el fotógrafo Alessandro Falco, el piloto Romário Barros dos Santos y yo nos vimos de repente transportados al universo de la infancia de Flechinha, a la convivencia con sus vecinos, al fútbol de los fines de semana, a los sueños de su madre costurera y de su padre pescador, el niño Flechinha que dejaba la canoa de su padre con una pértiga atravesada en la espalda donde colgaba el pescado y salía anunciando sus pavones, tarariras, pacúes y surubíes por las calles de Altamira hasta cierta hora del día, cuando daba lo que no había vendido a los más pobres.
La expedición era un regalo que Noemia había planeado para Flechinha, con mi complicidad. Después de llevarlo al territorio de su infancia, nos dirigiríamos a otra isla donde, en 2019, Noemia encontró dos nuevas especies de setas. Sin embargo, la noche anterior soñó que un perro le mordía la mano derecha. Sintió mucho dolor y el calor de la sangre que se deslizaba por la mano. Pensó, aún soñando: «¡Es la mano con la que escribo! No puedo retirarla, porque me la arrancará. Tengo que soportar el dolor». En el siguiente acto, era la propia Noemia la que estaba dentro de la boca del perro, forcejeando e intentando escapar. Entonces se dio cuenta de que los dientes estaban huecos y podridos, eran fáciles de romper, así que los partió uno a uno hasta que hubo desmontado la cabeza del perro.
En sus andanzas con los Yanomami, Noemia empezó a prestar más atención a los sueños, un tema que forma parte de las primeras horas del día en las comunidades. Un amigo llamado Resende Maxiba Apiamö, un Yanomami del grupo Sanöma, le enseñó que, si el sueño es bueno, no hay que contárselo a nadie hasta que ocurra. Pero si el sueño es malo, hay que contárselo al menos a tres personas y entonces quizá no ocurra. El sueño no era bueno y, aun así, Noemia no se lo contó a nadie aquella mañana. Salió del hotel con tanta prisa que dejó para calzarse las botas en el barco, cuando fuera a bajar en las islas.
A lo largo de las décadas en las que Noemia y Flechinha emprendieron expediciones en busca de hongos, el científico de la selva siempre se emocionaba al describir su isla «como un paraíso, con largas playas de arena, árboles de todo tipo y tamaño, pájaros de muchos colores». Sabíamos que la hidroeléctrica de Belo Monte había desfigurado el paisaje, ahogado muchas islas y devorado grandes trozos de tierra firme. No me explico por qué ninguno de nosotros sospechó que esto podía haberle ocurrido a la infancia de Flechinha.
Solo cuando se calló de repente nos dimos cuenta de lo que habíamos hecho. «Todo esto de aquí era selva. Todo aquello era selva… Ya no queda nada, todo ha desaparecido». Siguió repitiendo, hasta que se calló. A nuestro alrededor se extendían los palilleros. Es el nombre que reciben los bosques de árboles que han muerto ahogados, que se extienden hacia el cielo con ramas secas en forma de súplica. No es un cementerio de árboles, sino un holocausto de árboles. Son cientos de personas-árboles asesinadas, muriendo y emitiendo carbono al morir.
La isla de la infancia de Flechinha ya no existía. No había donde atracar porque no había tierra. Todo el paisaje que documentaba la vida de su familia se había convertido en agua. Flechinha se encontró perdido.
Noemia empezó a sentir dolor de barriga. Lloraba de arrepentimiento por haber llevado a su viejo amigo al sufrimiento y a la perdición. Quería hablar, pero no podía. «Lo que quería era gritar. El dolor y las ganas de gritar eran los mismos que el dolor de la mordedura del perro en el sueño, esos árboles muertos en el palillero como los dientes del perro que tenía que romper», me confió más tarde. «Sentí tristeza hasta en los pies, que parecían llorar como un niño que no puede ir adonde quiere cuando quiere, mis pies desamparados, sin motivo para calzar las botas, porque no había suelo que pisar».
Flechinha empezó a señalar las islas que ya no existían, que ni siquiera eran fantasmas porque habían sido barridas del mundo. En un silencio mortífero navegamos hasta la isla de Camassu, donde Noemia había recogido las dos nuevas especies: Scleroderma camassuense y Scleroderma anomalosporum. En aquella época, ya preocupado por el futuro de los ecosistemas que la hidroeléctrica vulneraba, su equipo había titulado el artículo: «¿Descubrimiento o extinción de nuevas especies de Scleroderma en la Amazonia?».
Durante el trayecto, Flechinha estaba callado y Noemia se encontraba mal. Comenzó el ejercicio que su psicóloga le había dado para los momentos de conflicto entre el mundo exterior y el interior. Mientras la lancha surcaba las aguas muertas del embalse de Belo Monte, Noemia tuvo que volver a una situación emocional del pasado para recordar cómo la había superado. Si sus elecciones la habían conducido a un resultado positivo, debía repetir el camino. Si habían redundado en algo negativo, tendría que actuar de otra manera.
«Mis recuerdos me llevaron al día en que visité el Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima. Al igual que ahora, entré en el museo sin prepararme emocionalmente. Y, literalmente, no pude soportarlo, me encontré mal y no pude verlo hasta el final. Me acerqué a donde había varios relojes derretidos y parados a la misma hora. Y entonces mi corazón también pareció detenerse», dice. «Necesité ayuda para salir del museo, y por la noche tenía casi 40 grados de fiebre. Aquel día, sentí que una parte buena e inocente de mí había desaparecido. Aquel día, sentí vergüenza de ser una humana. Y sentí lo mismo cuando vi las islas inundadas y los palilleros por todas partes en el embalse de Belo Monte».
Cuando llegamos al lugar que marcaba el GPS, descubrimos que la isla de Camassu también había sido ahogada. Y, con ella, todo lo que una vez estuvo vivo. Como los hongos.
En la selva, aprendemos que solo hay silencio cuando hay muerte. Era este el silencio en nuestra barca mientras regresábamos a Altamira por las aguas muertas donde se extendía el holocausto de no humanes. Partes invisibles de les humanes que navegaban también habían muerto allí, en los interiores de Flechinha y Noemia. Ella entonces vio un gran árbol, con una enorme cicatriz. «Como si fuera una vagina violada», dice. «No quiero hacer lo mismo que hice cuando huí del museo de Hiroshima, quiero afrontar mejor la situación, quiero ver la tragedia hasta el final». Nos adentramos en el palillero con calma y a remo, sin el sonido del motor de la lancha. «El silencio de la falta de vida es aterrador», susurra Noemia. «Un escenario listo y perfecto para el final de una película sobre cualquier historia que no acabó bien. Siempre me preguntan por qué voy tan lejos para investigar, pero lo que busco siempre es huir de las ruinas. La naturaleza, para mí, es la no ruina. Y ahora, esto».
Me hubiera gustado contarle a Noemia que, según los relatos, el primer ser vivo que emergió de la Hiroshima destruida por la bomba atómica fue el matsutake, pero entonces no lo sabía. Noemia intenta meterse en el árbol violado, ser acogida por ese otro cuerpo. Más tarde me contaría que, en ese momento, solo quería volver al vientre de una madre. Y que tal vez así podría renacer. Sin embargo, al intentar introducirse en el árbol, resbala y casi cae al río, arruinando toda la solemnidad de la imagen trágicamente psicopoética. Flechinha, que había permanecido en silencio, estalló en carcajadas.
Ante el colapso, la vida, una vez más, se impuso.
Traducción de Meritxell Almarza
Árboles muertos sobre el río Xingú, donde cientos de nuevas especies de hongos con propiedades desconocidas se encuentran en riesgo. (Foto: Pablo Albarenga / SUMAÚMA)