Todos los tonos de verde de un país a oscuras
En Puerto Rico las aguas del mar y los insectos brillan en la oscuridad, pero las personas huyen. Los recursos naturales pueden ser libertad e independencia, colonia y sumisión. Los huracanes y terremotos, crueles recordatorios de nuestras miserias. ¿Qué hacemos cuando se apaga la luz?
Por Ana Teresa Toro | Fotos de Tari Beroszi
PUERTO RICO · 20 de septiembre de 2023
Ser paisaje y no ser país es la sentencia de la que había que salvarse. Lo dijo el poeta chileno, lo vivimos en cualquier parte. En el Caribe antillano de un modo muy concreto y piratesco, en el Caribe colonial en tiempos poscoloniales, se siente en la piel, en los pulmones, en la boca. Cuerpo y paisaje, como siempre, la misma cosa.
Primero la belleza. Tengo diez años. Pertenezco al Club de ciencias de la escuela y nos llevan de excursión a la Bahía bioluminiscente de la Parguera, en el pueblo de Lajas al sur de Puerto Rico. Todo es más caribeño al sur, el mar es mucho más claro que el azul marinero del Atlántico que baña el norte de la isla. En el sur hace más calor, todo es más… caribeño. La advertencia es necesaria. En este relato la piel cambiará de color y las aguas del mar brillarán en la oscuridad. También la tierra emitirá luz. La mágica verdad del Caribe, esa es la otra sentencia. La belleza del cliché es su origen y su tristeza inescapable es su literalidad.
La mayoría somos niños del centro del país. Vivimos en torno a la Cordillera Central o la Sierra de Cayey, cuando seamos adolescentes nos escaparemos al río y a las lechoneras, rara vez a la playa. Pero este día, aún somos niños, y vamos rumbo al sur a tirarnos al agua en la noche.
Hace casi treinta años de aquella excursión y el recuerdo de ir en la pequeña lancha y lanzarnos al agua —con menos miedo que anticipación—, se siente fresco y clarísimo en la memoria. Aquella agua salada y oscurísima que nos anunciaba su luminosidad en tonos de verde brillante tenía algo que enseñarnos. Nadamos. Movíamos las manos y, al entrar y sacar los brazos del agua, una sábana de luz y de cosquillas se movía por los dedos, las muñecas, los codos, la piel toda. Nos reíamos como se ríe la gente cuando no entiende bien de dónde emana el placer que experimenta. Nos reíamos como se ríe la gente cuando se rinde a la belleza y a los nervios que provoca estar en su presencia. La bahía bioluminiscente intentaba explicarnos algunos de esos misterios.
En el mundo existen apenas un puñado de bahías bioluminiscentes. En Puerto Rico hay tres de ellas: Bahía Puerto Mosquito en Vieques, Laguna Grande en Fajardo y La Parguera. En Japón también hay, a una de ellas le llaman “mar de estrellas”. Preciso. Certero. La luz azulverdosa proviene de organismos microscópicos unicelulares, una especie de dinoflagelados que, cuando se agitan y crecen en cantidades lo suficientemente grandes, producen un efecto de luz o de resplandor en la oscuridad, creando un ecosistema único. En el Caribe, además de las puertorriqueñas, hay una en St. Croix, una en Jamaica y una en las Islas Caimán. La brillantez es indicativa de la salud del ecosistema.
Por décadas se ha advertido acerca de la delicadeza de estos ecosistemas, y de la importancia de su preservación, para la salud del medioambiente a gran escala. Su estabilidad no sólo es indicativa de la calidad del agua, nivel de marejadas, de oxígeno, acidez, salinidad y temperaturas del agua; sino que forma parte de una extensa —y muchas veces invisible— cadena alimenticia que nutre el entorno. Por ejemplo, los organismos que la generan la utilizan como camuflaje, como herramienta de defensa o incluso para el efecto contrario de atraer presas. Es, de este modo, una forma de comunicación en sí misma. A su vez, es un área de la ciencia con amplio espacio para el estudio y la exploración. Pero quizás, su valor más codiciado o apreciado, además de su rareza en la amplia diversidad de ecosistemas del planeta, es aquel que mezcla la ciencia con los valores humanistas. Alejándose así de ese divorcio tácito entre el conocimiento científico y las valoraciones éticas, espirituales y estéticas que advino tras la publicación y expansión de la obra de Charles Darwin. Si antes quien se adentraba en las ciencias lo hacía como un acto devocional de apreciación de la obra divina, eso ya no sería posible. Sin embargo, al presenciar la luminosidad de una bahía de esta naturaleza, si no se evoca algún credo religioso, como mínimo se puede invocar la poesía. En otras palabras, su existencia y preservación es también una urgencia humanista.
En numerosas entrevistas a lo largo de una extensa carrera especializándose e investigando la bioluminiscencia, el investigador de biología marina de la Universidad de California y su Instituto de Oceanografía Scripps, Michael Latz ha reconocido la particularidad de Puerto Rico a nivel global para el fenómeno. Esto, debido a que cuenta con la mayor cantidad de bahías bioluminiscentes permanentes en el mundo. Es decir, que brillan todo el año. Pero, así como se ha celebrado su valor, se ha advertido acerca del modo en que los desechos de combustibles de motores de botes, las aguas sanitarias que se descargan de las embarcaciones que anclan allí y la sedimentación afectan la salud del ecosistema. Como suele suceder con este tipo de atracciones, el turismo llevado a niveles masivos, es decir, la presencia humana —tanto física como a través del uso de medios de transporte y maquinaria— afecta las condiciones que deben existir para que estos organismos se manifiesten de manera natural. El balance entre el acceso y disfrute y la estabilidad se manifiesta aquí como en prácticamente todas las zonas protegidas del mundo. En el caso de estas zonas lo están bajo los parámetros de las zonas protegidas que establece el gobierno estadounidense. Sobre ello, elaboraremos más adelante.
Por periodos, a lo largo del tiempo, las bahías han perdido y recuperado su luminosidad, pero nunca se había visto un apagón general —en todo el sentido— como el que se vivió tras el paso del huracán María por el país en el año 2017. La principal de ellas —Puerto Mosquito en la isla municipio de Vieques— quedó en oscuridad total. El daño al mangle, tan fundamental para la cadena alimenticia de los organismos que producen la luminosidad, fue masivo. Durante meses la bahía no brilló, pero una combinación de la capacidad regenerativa de la naturaleza y el esfuerzo de expertos que se ocuparon de rescatar la zona propició el retorno de la luz. También regresó el verdor incandescente del follaje isleño, el mismo que la mañana después del huracán había desaparecido del paisaje revelando comunidades empobrecidas, acomodaticiamente, ocultas a los ojos del privilegio bajo la sombra de la inmensidad del verdor isleño. Como siempre, toda belleza lleva su sombra.
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La luz regresó al agua primero que a la tierra donde los 3.3 millones de habitantes de la isla —que ha experimentado una migración mayor en este siglo XXI mermando su población que alcanzaba los 4 millones— permanecieron sin acceso a la electricidad por meses, algunos por más de un año. Las consecuencias concretas del precario manejo de la emergencia se calculan del modo más cruel, en vidas humanas. El estudio más contundente —realizado por la Universidad de Harvard— estimó 4,645 muertes vinculadas al desastre. Antes de la publicación de este estudio, y de otros similares, el Gobierno insistió en la suma de 64 muertes contabilizadas tras el paso del huracán, a pesar de que medios locales como el Centro de Periodismo Investigativo, con inmensa dificultad, se trasladaron alrededor de la isla y lograron estimar la cifra en aproximadamente mil muertes de carácter inmediato. No daban abasto las casas funerarias, la gente enterraba familiares en sus patios.
Según la investigación de la prestigiosa universidad —valor que le adjudicó un lugar real y de peso en la conversación nacional— la mayoría de las muertes tuvieron que ver con la interrupción de los servicios de salud para personas mayores y las inmensas fallas en los servicios de salud públicos para enfermos crónicos —pacientes de diálisis, de cáncer y así— ante la falta de electricidad, de diésel para operar plantas eléctricas, así como los daños a la infraestructura salubrista.
Basta un ejemplo de vocabulario. En esos días descubrimos como país la definición de la palabra leptospirosis. En todas partes se hablaba de la infección bacteriana que había afectado las aguas. Gente moría por ello. Moríamos por causas cuyas definiciones eran noveles en la discusión nacional. Cuando un país aprende un nuevo vocabulario para narrar su realidad, es porque irremediablemente ha cambiado en sus cimientos.
En Puerto Rico, como en cualquier lugar del mundo, cuando se habla de la luz se habla de la vida. Y cuando se alude a la capacidad de proteger la luz —la del verdor, la de las aguas, la que permite que funcione un hospital— es inevitable caer en la centrífuga puertorriqueña, la gran obsesión nacional, el estatus de Puerto Rico como Estado, Libre, Asociado de los Estados Unidos; un oxímoron —eufemismo de colonia en era poscolonial— que incide en el mínimo aspecto de la existencia de los y las habitantes de esta isla y su inmensa diáspora. Y, sobre todo, tiene implicaciones trascendentales en la capacidad de defender y proteger la tierra: la ideológica (la que pertenece a la narrativa y a la imaginación) y la material, con su notable diversidad de recursos naturales.
Cuesta teclear sobre lo mismo. Sobre este tema se escribe en los diarios desde la ocupación militar estadounidense en el 1898, como resultado de la Guerra hispano-estadounidense, en la cual la isla fue entregada como botín por España a los Estados Unidos. Pesa teclear sobre lo mismo, sobre todo en tiempos recientes, en los que Puerto Rico ha recobrado algún interés en la esfera pública internacional por los constantes desastres naturales —así como económicos y políticos— que le ha tocado enfrentar en un periodo de tiempo brevísimo.
La quiebra en el gobierno puertorriqueño puede trazarse bastante atrás, pero un punto clave de inflexión fue el año 2006, cuando hubo que decretar un cierre gubernamental ante la precaria situación de las arcas públicas. Tres causas principales es indispensable señalar. En primer lugar, la cultura de corrupción pública existente en la isla. La segunda es el hecho de que Puerto Rico fue un experimento económico de expansión, mas no de desarrollo. Es decir, la economía de la isla se construyó bajo los cimientos de un proyecto de exenciones contributivas principalmente a farmacéuticas y cuando dicho proyecto finalizó, no existió un sustituto de plan económico y el país quedó en el limbo. Y, por último, y el más importante de todos, es el obvio hecho de que Puerto Rico vive una existencia de colonia anacrónica. Imposible construir sobre aquello que se posee a todos los niveles, excepto el estatal y político.
El cierre ocurrió dos años antes de la crisis económica mayor que provocó la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos en el 2008. El deterioro fue en escalada y ya hacia el 2016 la metrópolis impuso una Junta de Control Fiscal que ha determinado la ruta de la recuperación fiscal colocando como prioridad el interés de los bonistas afectados por la caída de la economía isleña muy por encima de los intereses de la ciudadanía.
Un año más tarde, dos huracanes, Irma y María, terminaron de fracturar la ya golpeada psiquis y economía del país. Y no habían terminado de soplar los vientos huracanados cuando inició La batalla por el paraíso, como se titula el libro sobre Puerto Rico y el capitalismo del desastre, publicado en el 2018 por la periodista Naomi Klein, reconocida por sus análisis e investigaciones en torno a la doctrina del shock y el modo en que ésta opera para el saqueo piratesco de países y regiones enteras. Esto, sumado al desprecio con el que la administración del entonces presidente Donald Trump reaccionó a la crisis, convirtiendo al país en un balón político dentro de la profunda polarización que experimenta política y socialmente los Estados Unidos.
En su visita al país, tras el huracán, el presidente Trump asistió a una típica oportunidad fotográfica de estas visitas. La clásica foto del mandatario repartiendo ayudas. Lo llevaron a una comunidad a repartir artículos de primera necesidad ante una audiencia que más que necesidad, proyectó fanatismo. La imagen del presidente lanzando rollos de papel toalla a la concurrencia le dio la vuelta al mundo. Y ojalá hubiese sido solo eso, pero la laxitud en el envío y autorización de las ayudas —a las que la isla tiene derecho pues las paga de innumerables maneras— fue la clara señal de la política estadounidense: esta isla gasta mucho, es un placer incómodo. Como siempre, por el paraíso nadie ha estado dispuesto a pagar lo que cuesta.
Bien es sabido que el Caribe antillano ha sido tratado a lo largo de la historia como una especie de laboratorio en el que más de un imperio ha ensayado proyectos políticos, económicos y ambientales que han definido la historia de la región con consecuencias globales. Fue en Puerto Rico, por ejemplo, que se experimentó con la píldora anticonceptiva, castrando sin su consentimiento a incontables mujeres que jamás supieron que su futuro era parte de una experimentación. Sus cuerpos, como siempre, desechables, valiosos solo en tanto y en cuanto han podido ser usados. De ahí que no haya sido de extrañar la euforia provocada por el desastre en las arcas de quienes mercadean palabras como resiliencia y rehabilitación. Tras el huracán la invasión de organizaciones sin fines de lucro y fundaciones ha sido monumental, la venta del país como un paraíso fiscal para los ya conocidos como cryptopians va viento en popa. Establecerse a cambio de nada o de muy poco, trabajar en el paraíso por seis meses —que realmente nadie documenta—, hacer millones e invertir muy poco de vuelta es la nueva flauta de Hamelín. Los ratones como siempre vivimos aquí. Incomodando, persiguendo el sonido que conduce a la nada.
“Un eje central de la estrategia de la doctrina del shock es la velocidad: impulsar una oleada de cambios radicales de una manera tan veloz que es casi imposible seguirle el paso… El capital es veloz”, explica y advierte Klein a lo largo de su libro en el que se concentra además en arrojar luz a las voces de diversos grupos comunitarios o islas de soberanía como les llama, que resisten de manera organizada y con la defensa de los recursos naturales como principal foco de acción, el embate de esta embestida piratesca que hoy no pocas personas reconocen como desplazamiento e, incluso, como una segunda ocupación. Las jugosas exenciones contributivas, la venta de tierras y edificaciones desproporcionadamente a representantes del gran capital —tanto estadounidenses como de otros países—, el estímulo a la migración ante la precarización de los servicios esenciales (salud, educación, energía —aquí lo raro es que la luz no se vaya— y seguridad, entre otros) son el cuadro actual en el país, a seis años del desastre ambiental. Un evento climatológico que además ha servido como advertencia al mundo de que esto será la norma a partir de ahora. Cada vez más desastres, más frecuentes y más devastadores. Una vez más el Caribe antillano como espejo para el mundo.
El luto tras el huracán fue prolongado, pero de la crisis económica, pasando por la ambiental, la gente retomó las calles en el famoso Verano del 19, en una especie de desahogo colectivo y social. Se trató de una serie de manifestaciones populares de todo perfil –en motoras, a caballo, en kayaks, haciendo yoga, cantando consignas, en fin, no hubo límites para la creatividad en las protestas—, lideradas por artistas y músicos, que culminaron con la renuncia forzada del gobernador Ricardo Rosselló. El momento histórico quedó marcado por la invisibilidad de líneas partidistas e ideológicas. Al calor del verano, el país explotó.
Tenía menos de un mes de embarazo cuando eso pasó. No lo sabía, pero una nueva vida me crecía por dentro. Un futuro, un pequeño habitante para la república del hogar. Recuerdo el sueño insoportable —clásico de esos primeros meses— cada vez que asistía a alguna protesta. Recuerdo cargar un cartel que leía: como flamboyán ardiente florecemos en verano. Recuerdo el placer de entender que hay árboles que le niegan sus flores a la primavera, como hay países cuyos procesos históricos tienen su tiempo.
Duró poco la alegría. En enero del año siguiente, meses antes del inicio de la pandemia que afectaría al mundo entero, en Puerto Rico se vivieron agresivos terremotos con epicentro de la zona sur del país. Decir que ha llovido sobre mojado no es una metáfora tropical. Es de una literalidad insoportable.
Es fácil idealizar una protesta, lo complejo es entenderla en su contexto. Del Verano del 19 se han dicho muchas cosas —que fue inconsecuente, que volvimos a lo mismo, que valió la pena porque nos unimos como país, que algo cambió sobre todo en la juventud— pero en lo que todo el mundo está de acuerdo es que no se había visto algo similar desde principios de este siglo XXI. Para entenderlo hay que regresar a Vieques.
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Es un insecto que brilla en la oscuridad. Un tipo de caculo que mide poco más de una pulgada de largo y es de cuerpo estrecho y aplanado. Cucubano le llamamos aquí del mismo modo en que lo nombraron los taínos. En la ciudad apenas se ven, como apenas se ven las luces de todos los tonos de verde que tiene el Caribe. Es una maravilla el insecto —como casi todo lo pequeño— que durante el día permanece escondido en el terreno o entre las plantas y en la noche sale a volar emitiendo una luminosidad que, al igual que las luciérnagas, se emite desde el extremo de su cuerpo. Puerto Rico tiene una especie nativa, el Pyrophorus luminosus que, a diferencia de las luciérnagas, emite luz también desde su cabeza y alrededor del área de los hombros como si tuviese dos focos. Además, no destellan, sino que brillan. Su bioluminiscencia es una pincelada indispensable del paisaje isleño. El compositor puertorriqueño, autor de incontables clásicos de la salsa, Tite Curet Alonso, le dedicó una canción que lo declara como “estrella de la noche, en la montaña como en el llano”.
En la música es posible encontrarlo todo. Hay otra canción titulada Verde luz del cantautor Antonio Cabán Vale “El Topo” que captura en su letra y tonada un momento en la cultura y en la historia, pero sobre todo en el paisaje. Para mucha gente aquí la canción recibe tratamiento de himno, es uno de esos temas en los que todos podemos estar de acuerdo. Canta la letra en un momento: “isla mía, flor cautiva, para ti quiero tener, libre tu suelo, sola tu estrella”.
Su compositor pertenece a la generación de la canción de protesta puertorriqueña que formó parte del mismo movimiento en América Latina, un espacio artístico y de activismo donde cantarle a la tierra y a la patria se convirtió no sólo en una misma canción, sino en un mismo proceso de revolución musical. Causas castigadas con mano dura por el estado encontraron en estas melodías y letras su punto de fuga.
En Puerto Rico, al igual que en América Latina, este espacio artístico sirvió para reclamar a viva voz la defensa de los recursos naturales, asediados siempre por los mismos intereses que los asedian alrededor del mundo: la explotación de la tierra pensando en presente que es incapaz de imaginar su naturaleza efímera. Un disparo en el pie, sin más. Pero tuvo además una particularidad que le impartió un carácter identitario propio: la lucha por la independencia del país.
Urge recordar —aunque agote— que Puerto Rico es una colonia tardía de los Estados Unidos. Incluso, los negacionistas de dicho postulado, hoy día lo admiten y lo reconocen con o sin vergüenza. Es un territorio no incorporado, es foreign in a domestic sense (extranjero en un sentido doméstico), pertenece a pero no forma parte de los Estados Unidos y su estatus político es definido como el Commonwealth of Puerto Rico en inglés y en español el nombre es una traducción ineficiente, incorrecta y para nada literal (después de todo existe el término mancomunidad en español) y se denominó como Estado Libre Asociado. No sería exagerado decir que no es ninguna de las tres cosas en su totalidad, como tampoco lo sería el reconocer que su estatus político no ha impedido el desarrollo de una plena conciencia nacional e identitaria en la isla. De hecho, los asuntos de Puerto Rico se discuten dentro del Comité de Recursos Naturales del Congreso de los Estados Unidos. Como en toda relación colonial, la ciudadanía que ocupa la colonia es un recurso natural más que no merece mayor distinción.
El caso de Vieques opuso resistencia —como en tantas otras instancias de la historia— a esa relación desigual y de subordinación política. En el año 2003 la Marina de Guerra estadounidense fue forzada a abandonar los terrenos que ocupaba en la isla municipio de Vieques y que utilizaba para prácticas y maniobras militares que, al día de hoy, tienen efectos nefastos en la vida y salud de los habitantes de la isla que, entre otros males, enfrentan una de las más altas incidencias de cáncer en el país. Las prácticas militares requieren de una serie de municiones que exponen a los habitantes de la isla a contaminantes que la han convertido en un foco de cáncer del pulmón. Por ejemplo, en el año 2017 el Departamento de Ciencias Ambientales de la Universidad de Aarhus de Dinamarca —y publicado por el Global Security: Health, Science, and Policy encontró que durante la década del 90 la prevalencia de este cáncer en particular en las personas de más de 50 años era mayor que en el resto del país. El porcentaje es de espanto: 280% en mujeres y 200% mayor en hombres. De otra parte, un estudio similar emitido por la Agencia Federal para Sustancias Tóxicas y el Registro de Enfermedades determinó años antes, en el 2013, que no existía relación entre las prácticas militares y la salud de los viequenses. Los testimonios y el modo en que el arte ha reaccionado a la historia balancean el desencuentro. Basta echar un vistazo al filme La Pecera de la cineasta Glorimar Marrero, la historia de una mujer viequense que enfrenta el cáncer, la vida y el regreso a casa.
La salida de la Marina ocurrió tras décadas de activismo organizado, ocupación de terrenos y actos constantes de desobediencia civil que agarraron fuerza tras la muerte de un guardia civil de seguridad de nombre David Sanes Rodríguez, a causa de maniobras aéreas de bombardeo de un jet F-18 de la Infantería de Marina estadounidense. La ocupación data de los años 40 y fue bajo el liderato del Partido Independentista Puertorriqueño, entonces presidido por Rubén Berríos Martínez, quien lideró un campamento de desobediencia civil en los terrenos, y junto a una alianza multisectorial de organizaciones civiles, obreras, religiosas, políticas y de toda la diversidad social del país, se logró expulsar a la Marina considerada la más poderosa del mundo. La defensa de la tierra y la humanidad quedó atada, como es lo natural, a la noción política de la libertad, en el caso de Puerto Rico, la independencia como destino político.
Cabe destacar que no todos los que han apoyado causas como ésta son del parecer de que ese ha de ser el mejor destino para el país. Hay personas que creen en la anexión como estado a los Estados Unidos y otras que insisten en la exploración de otros modelos autonómicos bajo acuerdos que nacerían del estatus actual. Incluso, ha habido activistas ambientales que colocan la defensa de la tierra que se nos mete en las uñas, primero que la tierra que llevamos en la memoria.
“Si no armonizamos nuestra existencia con fuertes medidas de conservación y luchamos para cambiar el modelo actual de explotación ambiental; si no construimos un futuro sustentable atendiendo la pobreza y las desigualdades, la colonia, la estadidad o la independencia serán destinos sin sentido”, advierte Arturo Massol Deyá, microbiólogo y activista puertorriqueño que tiene a su haber multiplicidad de victorias ambientales y políticas desde Casa Pueblo en Adjuntas, la organización fundada por sus padres que, entre múltiples victorias, logró liderar una lucha contra la construcción de un gasoducto, batalla en el sur en contra del manejo de cenizas por parte de una empresa privada y ha logrado lo impensable para muchos, probarle a la gente que “quien produce su propia energía se puede autogobernar”, como dice en su libro Ciencia para la insurgencia. El texto plantea la existencia de una revolución energética en la que, no sólo detalla diversas batallas ambientales, en defensa del agua potable, las tierras agrícolas y sobre todo la generación de energía del sol, la ciudadanía ha podido probar en carne propia lo que puede significar la independencia a una pequeña escala —el hogar, un negocio, una comunidad entera— para poderla imaginar a gran escala.
Hay detractores de esta postura y su argumento es fundamental para entender el caso puertorriqueño. Después de todo, ¿es posible cuidar, proteger, salvar la tierra mientras siga estando bajo ocupación? ¿Es posible crear una política ambiental y ejecutarla bajo el ordenamiento político actual? ¿Pueden crecer y ejecutar a gran escala verdaderamente proyectos existentes que trabajan en defensa del agua potable, en respuesta a la falta de soberanía alimenticia, en temas relacionados a energía, calidad del aire, proyectos que obtienen permisos o se construyen en zonas marítimo terrestre o protegidas sin la salvaguarda de un estado propio con autoridad final y firme? ¿Puede forjarse una sociedad y economía con miras hacia el futuro en un lugar en el que no hay garantías de que el sistema eléctrico servirá en las próximas horas o superará un golpe climático?
De esto se trata el caso puertorriqueño, he ahí las gradaciones de todos los tonos de verde. He aquí uno de los retos de vivir entre tanta belleza y tanta luz —diurna o nocturna, marinera o de bosque tropical—: la belleza ciega, distrae y un buen día en medio del embelesamiento te apagan la luz.