El bosque ciudad
El Bosque de Chapultepec es uno de los parques urbanos más grandes del mundo y un espacio venerado desde hace siglos por los habitantes de México. Para los pueblos prehispánicos, el cerro del chapulín era una vía de comunicación con los dioses y una fuente de recursos naturales, una promesa de futuro. Y no ha dejado de serlo. En la ciudad más poblada de Norteamérica, el bosque es un refugio colectivo y un lugar de peregrinación individual, un espacio que recuerda que la vida sigue siendo posible a pesar de todo.
Por Eliezer Budasoff | Fotos de Felipe Luna Espinosa
MÉXICO · 18 de octubre de 2023
Fue a finales de 2019 cuando hicieron el mapa que me llevó a la entrada del inframundo. China ni siquiera había reportado el primer brote de una neumonía atípica en Wuhan, pero hay cosas que nacen destinadas al futuro: el mapa de los mejores lugares para llorar en público en Ciudad de México, una especie de cartografía de la catarsis hecha con las sugerencias de cientos de usuarios de Twitter, me llegó a mediados de 2021, cuando llevábamos más de un año de pandemia y la ciudad más poblada de Norteamérica incubaba una tercera ola de casos. Todo el mundo parecía a punto de reventar esos días. El mapa tenía 54 sitios georeferenciados y ocho estaban en el Bosque de Chapultepec. Era completamente lógico: desde hacía meses, el bosque era el territorio que posiblemente sostenía la salud mental de miles de personas, entre ellas la mía.
Chapultepec y sus alrededores han sido habitados por humanos desde hace más de tres mil años. Antes fue hogar de mamuts, ciervos y caballos que vivieron en la cuenca de México al final de la Edad de Hielo.
Ahora sé que existe una batería de estudios científicos que muestran que estar entre los árboles reduce los niveles de cortisol en la saliva —un indicador fisiológico del estrés— y de adrenalina, baja la presión arterial y disminuye la frecuencia cardiaca. Leí que el aire que se respira en medio de la vegetación está poblado de monoterpenos —un compuesto orgánico volátil que emiten las plantas para comunicarse e interactuar con insectos y animales—, que se estudian por sus propiedades antiinflamatorias, antitumorgénicas y neuroprotectoras. Un experto en arquitectura sanitaria comprobó que basta con mirar imágenes de la naturaleza para activar nuestro sistema parasimpático, responsable de generar un estado de reposo que nos permite recuperar energía. Pero lo que me llevó a principios de 2021 al Bosque de Chapultepec no fue nada de eso, sino la necesidad de escapar de mí mismo, del peso acumulado de la incertidumbre. Fui a buscar una salida y encontré aquello que uno recibe del océano: perspectiva. El bosque no redujo mis problemas, sino mi propia importancia. Entonces empecé a ir casi todas las semanas, casi cada día, y ya no dejé de hacerlo.
Ante la magnitud del Bosque de Chapultepec, la idea de que el fin de tus planes coincide con el fin del mundo se vuelve ridícula, puro solipsismo. Es como una flecha que atraviesa un corazón minúsculo, infantil, marcado en la corteza de un árbol que ha vivido más de cinco siglos (técnicos del bosque calculan que allí tienen árboles de hasta 600, 800 años de edad). El cerro del chapulín —la fórmula más usada para traducir Chapultepec del náhuatl— es el origen de uno de los diez parques urbanos más grandes del mundo —duplica en tamaño al Central Park—, pero además abarca más de tres mil años de historia. Ha marcado el origen y la vida de esta ciudad de tantas maneras y desde hace tanto tiempo que solo es posible atrapar algo de su significado apelando a la enumeración o a la grandilocuencia. Enumeración: en 2005, una publicación interna del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México describía a Chapultepec como “un bosque de ahuehuetes centenarios, una zona de manantiales, un lugar para leer el cielo, un jardín para los saraos virreinales, un campo de batalla, un sitio imperial, un parque público en el que todos los sueños tienen cabida, un lugar de encuentro y desencuentro y, por qué no, una zona comercial en disputa”. Una pequeña ciudad dentro de la ciudad, me dirá más tarde su directora, Mónica Pacheco Skidmore. “Como un Vaticano”. Grandilocuencia: como si el Vaticano hubiese parido a Roma.
Chapultepec se traduce del náhuatl como “cerro del chapulín”. Es un cono volcánico formado hace aproximadamente 33 millones de años y una de las estructuras más antiguas de la cuenca de México. Se ubica en la orilla occidental del antiguo Lago de Texcoco.
El Bosque de Chapultepec es el segundo lugar más visitado de la capital mexicana después de la Basílica de Guadalupe, cuenta Pacheco: “Tiene un promedio de 23 a 24 millones de visitantes al año”. Algunos de ellos, de acuerdo con el mapa de recomendaciones para hacer catarsis en público, en vez de llevar su dolor a la iglesia, prefieren llevarlo al Audiorama, un rincón del bosque acondicionado como espacio para leer e inaugurado en 1972. “Llegar a este lugar es llegar al corazón sagrado del gran bosque, es recibir el regalo de reconectar con la paz y el equilibrio interno, sintiendo el abrazo de la madre. Gracias, gracias, gracias a mis ancestros”, dice un comentario sin firmar en el cuaderno que está a la entrada del Audiorama. “Me deja ver otras cosas que aún me cuesta trabajo entender”, escribió Juana en junio de este año. “Si estar con mis amigos fuera un lugar, sería este”. Ese fue un visitante que firmó como Giyo. “Aquí he visto llorar a mucha, mucha gente”, cuenta Carlos Hernández y Cervantes, un jardinero de 83 años que ha trabajado en el bosque la mitad de su vida, y desde 2009 es el cuidador de este lugar.
“Aquí” es esto: una especie de hendidura que se abre en la base de un volcán extinto —así se formó el cerro del chapulín—, un espacio con forma de herradura cercado por árboles altísimos y bambúes y roca volcánica, todo verde y sombra, de tal forma que da la sensación de estar en un claro en medio de la montaña, en una gruta a cielo abierto. Hay bancas de colores para sentarse, hay un suelo de piedritas claras y pequeñas y, en un extremo, hay una entrada a una cueva resguardada por una reja. “A la gente se le pide que humildemente se acerque a la reja y haga una meditación”, explica Carlos. Para que se liberen de la carga que traen. Porque esa abertura de piedra que está detrás de la reja conduce a lo que se conoce como Cueva de Cincalco, un sitio sagrado para pueblos prehispánicos como los toltecas y los mexicas, una entrada al inframundo (el lugar de los muertos en la mitología mexica); el lugar donde fue a morir Huémac, el último gobernante de los toltecas.
Según un códice usado como documento histórico, Huémac se refugió en la cueva de Cincalco y se ahorcó. Según otra versión, solo se metió en la gruta y ya no volvió a salir. Las razones que lo llevaron a cobijarse dentro del cerro forman parte de una leyenda extendida, una con moraleja, que une aquel pasado con este futuro. La historia dice que Huémac disputó un juego de pelota con los tlaloques —los pequeños ayudantes de Tláloc, el dios de la lluvia— en el que apostaron piedras de jade y plumas de quetzal. Cuando el rey tolteca ganó, los tlaloques fueron a pagarle con “elotes (mazorcas de maíz verde) y las preciosas hojas de maíz verde en que el elote crece”. Huémac los rechazó y exigió que le pagaran lo que le correspondía: las piedras verdes de jade, las plumas verdes del quetzal. Los ayudantes de Tláloc se resignaron y le dieron lo que pedía, pero condenaron a su pueblo a padecer durante cuatro años: recibieron granizos tan copiosos que el hielo llegaba hasta las rodillas, perdieron las cosechas, sufrieron sequías tan fuertes que deshacían las piedras. Los toltecas se morían de hambre. Tláloc exigió un sacrificio y volvió a darles lluvia, pero antes le hizo saber a Huémac que se acercaba el final de su tiempo, que llegaba la hora de los mexicas. Ya sabemos cómo termina: Huémac se fue a Chapultepec, se refugió en la gruta de Cincalco y nunca volvió a aparecer, mientras sobrevenía la dispersión y la ruina de su pueblo.
Gruta de Cincalco.
Carlos Hernández y Cervantes, jardinero de 83 años. Ha trabajado en el bosque la mitad de su vida y desde 2009 cuida la entrada al inframundo.
Las lecciones de la naturaleza no son sutiles; solo se toman su tiempo.
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Detrás de la reja que protege el acceso a la gruta, unos pasos hacia la oscuridad, siempre hay una vela encendida. No todos los que llegan al Audiorama conocen la leyenda de la cueva de Cincalco, pero todos terminan acercándose a mirar esa boca de piedra que se hunde en el cerro. “Estando aquí, les mueve la energía”, me dice el jardinero con naturalidad. Los visitantes repiten esa palabra en sus comentarios: “Me encanta la energía de este lugar”. Cualquiera que haya deambulado por el bosque el tiempo suficiente como para cortar, aunque sea por un momento, los cables que lo sujetan a la urgencia del mundo, es capaz de entender con qué facilidad la admiración puede volverse veneración; y la delgada línea que separa la gratitud del misticismo. “Uno pensaría que vamos por una modernidad que le está dando la espalda a eso”, me dirá después el biólogo Martín Aguilar Cervantes, subdirector técnico del bosque. Pero no: “Están regresando estos grupos de adoradores de los árboles, de las piedras, de las cuevas”, cuenta.
Los grabados prehispánicos fueron destruidos por órdenes del obispo fray Juan de Zumárraga en 1539, por la actividad minera en el siglo XVIII, por el bombardeo norteamericano en 1847 y por el tiempo. Permanecen fragmentos de la imagen del tlatoani Moctezuma II al pie de lo que alguna vez fue un manantial.
Para el subdirector, se trata de una adaptación “de algunas creencias en las fuerzas naturales que las quieren encontrar acá en Chapultepec”. Y, por supuesto, las encuentran.
Chapultepec es un volcán del que manaba agua. Un volcán que floreció. Un cono volcánico formado hace millones de años que, “al tener una fractura lateral, propició que brotara agua fría de sus manantiales”, detalla en uno de sus artículos la arqueóloga y científica María de Lourdes López Camacho, una de las mayores expertas en la historia y los significados de este territorio. Con el tiempo, esta condición condujo a que “se formara una densa vegetación y habitara fauna en su piedemonte”. López Camacho explica que casi todas las sociedades del mundo han venerado a las montañas; en Mesoamérica, este culto estaba ligado a la agricultura y la petición de lluvia: “Las elevaciones se concebían como una de las vías de comunicación del hombre con los dioses, consecuentemente, los montes fueron reconocidos como lugares sagrados y de sustento”. El cerro del chapulín era sagrado para los pueblos prehispánicos porque era un proveedor de vida, como Tlaloc, que dominaba sobre la lluvia y el cerro, el agua y la vegetación: por la riqueza de su flora y su fauna, por los manantiales que nacían de sus laderas, por sus recursos naturales. Por eso, también, a lo largo de la historia ha sido un espacio deseado, protegido, intervenido, disputado.
La vida de Ciudad de México es inseparable de Chapultepec desde hace siglos: sus manantiales abastecieron de agua a Tenochtitlán, la antigua capital mexica, a través de una serie de depósitos, acueductos y canalizaciones. Durante el asedio a Tenochtitlán, el conquistador español Hernán Cortés mandó a cortar el acueducto que surtía a la ciudad de agua dulce de los manantiales del cerro, una estrategia clave para hacerla caer. En Chapultepec se construyeron templos a los dioses tutelares del agua, se hacían sacrificios, en sus aguas se hacían ceremonias de purificación y se bañaban los reyes aztecas, se establecieron jardines y zoológicos. “Tanto en la época prehispánica como en la virreinal”, escribe López Camacho, “Chapultepec fue objeto de peregrinación y culto; los soberanos tuvieron su residencia en este lugar y edificaron templos o palacios, caminos, sistemas hidráulicos”. Nadie en la historia parece haber sido indiferente a sus prodigios naturales o su belleza, aunque para nosotros parece más fácil olvidarlo.
En un libro que reúne diferentes miradas sobre el bosque, el conservacionista Vance G. Martin se preguntaba recientemente por qué Chapultepec no podría considerarse de nuevo como zona sagrada, “ya que es tanto el corazón como los pulmones de Ciudad de México”. Las experiencias que ofrecen las áreas del bosque, en particular las más intactas, escribió, “pueden hacernos recordar que, pese a las huellas de la civilización y la infraestructura humanas, la naturaleza sigue siendo la máxima autoridad”. El Bosque de Chapultepec abarca hoy unas 800 hectáreas —repartidas en cuatro secciones—, pero no hace falta alejarse en busca de un rincón salvaje para recordar su trascendencia. A veces basta con una plaga, una sensación de desasosiego, lo que sea que interrumpa nuestra carrera de ratas y nos empuje a salir de nuestros cubículos para llegar hasta ahí.
En los sustratos de los antiguos manantiales de Chapultepec se ha ubicado el ducto de salida de la alberca prehispánica sobre la cual se construyeron las albercas coloniales y republicanas. Estos depósitos abastecieron de agua a la ciudad de Tenochtitlan a través de una serie de acueductos y canalizaciones.
Para la cultura Mexica, Chapultepec era el lugar donde habitaban Tláloc y Chalchiuhtlicue, dioses del agua.
“Miles de personas cansadas, nerviosas y supercivilizadas están empezando a descubrir que ir a las montañas es volver a casa”, escribió hace más de un siglo el naturalista escocés John Muir, fundador del primer grupo conservacionista de la historia. Lo difícil, en una ciudad que recorren diariamente más de veinte millones de personas, es saber lo que cada uno entiende por casa.
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Roberto Ramírez, jefe de mantenimiento del Bosque de Chapultepec, recuerda vagamente que fue en la época del Mundial de Alemania. En su memoria, el aviso llegó cuando México jugaba contra Portugal, aunque en verdad fue algunas semanas antes. Lo que sí recuerda con precisión es que nadie estaba preparado para algo así: el Lago Mayor de la segunda sección del bosque se estaba vaciando. “Se rompió el lago de Chapultepec”, decía la noticia que publicó La Jornada el 6 de junio de 2006. Un día antes, 50,000 metros cúbicos de agua —cerca de la cuarta parte del líquido total del lago— se habían filtrado al subsuelo de forma súbita, en pocos minutos, dejando expuesta una mancha de lodo en la que agonizaban cientos de carpas. “El lago está asentado en una zona que anteriormente eran minas”, explica Ramírez. “Como su lecho es de concreto, creemos que hubo una filtración y fue socavando la tierra hasta que quedó sin sustento”. Lo primero que hicieron fue construir un dique para detener el derrame y evitar que los animales se siguieran yendo. “Había peces, patos, ajolotes, charales”. Lo segundo fue inventar métodos para rescatar la fauna que quedaba: usaron lonas para improvisar albercas en camiones remolque, y así pudieron trasladarlos. Lo tercero que hicieron fue limpiar el fondo del lago, cubierto por una gruesa capa de lodo. “Ahí encontramos hasta un carro”, recuerda Ramírez. “Un vochito” (un Volkswagen escarabajo). Del lodo sacaron “armas de fuego, dentaduras, infinidad de lentes, monedas… Como para un museo”.
Tardaron meses en limpiar, reparar y volver a llenar el lago. Pero los seres vivos y los objetos inertes que salieron a superficie dibujaban una trama más compleja de resolver que la filtración de agua: la del conjunto de intereses en conflicto que atraviesan un territorio colectivo como el bosque, al que cada habitante siente como propio.
Cuando el lago comenzó a vaciarse, las crónicas cuentan que decenas de personas metieron los pies en el lodo para tratar de rescatar a las carpas, que en realidad son una especie exótica que se ha convertido en plaga y amenaza la fauna nativa. Hoy, 17 años después, siguen siendo un problema en los lagos del bosque. La pregunta es cómo aparecieron allí. “Las lleva la gente”, asegura Ramírez. Llevan tilapias, dice, que son depredadoras; llevan tortugas, “que no deben estar ahí”; llevan patos blancos, “que son muy agresivos e inhiben la llegada de los patos migrantes”. A finales de 2022, la Secretaría del Medio Ambiente de la Ciudad de México creó un grupo de expertos para mejorar las condiciones en los lagos del bosque. El proyecto, según anunciaron, iba a incorporar el enfoque de “ciencia ciudadana”, para que los vecinos pudieran participar en el monitoreo.
El sentido de pertenencia es un arma de doble filo, pero en algunos casos es ineludible. Parte de la población de Ciudad de México, me dirá después el subdirector del bosque, es fauna nativa del mismo bosque. Aunque él no lo dice de esa manera: “Creo que hay un porcentaje importante de la población, sobre todo capitalina, que surgió de aquí, del Bosque de Chapultepec, o al menos se vino a planear y de aquí surgió”, dice Martín Aguilar. No es que haya estadísticas. Pero “hay muchas anécdotas de cualquiera que le preguntes, que se vino a echar novio a Chapultepec”. Una generalización basada en casos empíricos, “que puede dar una idea de qué tan importante socialmente es el bosque”.
La pintora mexicana Teresa Velázquez, que suele definirse como “pueblo originario de San Miguel Chapultepec” —un barrio tradicional situado al sur del bosque, donde creció y donde vive hoy, en la misma casa que compró su abuelo—, tiene un vínculo de arraigo con el bosque que une a muchos de los que pasaron allí su infancia y los que viven actualmente en sus alrededores. Hace algunos años, cuenta, cuando paseaba en bicicleta por el interior de Chapultepec, llamó a su hija, que entonces vivía en Nueva York y le dijo: “No le digas a nadie, porque el día que se enteren nos vamos a inmolar, pero este bosque es mucho más interesante, importante que el Central Park”. Al final, dice, dos años después ocurrió: se presentó el proyecto Chapultepec, Naturaleza y Cultura, coordinado por el artista Gabriel Orozco. Un proyecto considerado como “prioritario” por el Gobierno, que ha supuesto la ampliación del territorio del bosque y abarca iniciativas ambientales, forestales, de infraestructura, culturales. Aquel plan, que ha ido mutando desde el comienzo, que tuvo su paréntesis pandémico y que ha desatado múltiples cuestionamientos, impulsó también la creación del Frente Ciudadano por la Defensa del Bosque de Chapultepec, del que Teresa Velázquez forma parte.
El Frente Ciudadano logró poner freno al Pabellón de Arte Contemporáneo, por ejemplo, una de las obras propuestas por Orozco, que vecinos y activistas denunciaban que iba a pasar por encima del jardín botánico y el orquideario que existen actualmente en Chapultepec, un espacio donde ya hay una decena de museos. No es que el rechazo al gran proyecto haya sido monolítico: al principio, cuenta Velázquez, la idea de recuperar la cuenca hídrica que atraviesa el bosque entusiasmó a muchos de ellos. Pero nadie por fuera de los impulsores parecía estar de acuerdo con una obra que atribuían, antes que a una necesidad real, al afán megalómano de un artista. El bosque no ha dejado de ser un espacio codiciado y disputado, un territorio atravesado por conflictos de poder que lleva las huellas de la adaptación y la supervivencia, y que encarna uno de los dilemas más emblemáticos de esta era: el del significado que damos a la palabra “progreso”.
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Desde que en 1530 el emperador Carlos V decretó, por Cédula Real, que el Bosque de Chapultepec se convirtiera en propiedad de la Ciudad de México, ha estado bajo la administración de la capital mexicana, pero “ha tenido muchas tentaciones”, cuenta su directora ejecutiva, Monica Pacheco: la tentación de burócratas o funcionarios que quieren apropiarse de espacios, explica, “cuando a veces no entendemos que somos temporales”. Para Pacheco, el bosque es “el espacio más democrático, más popular y más ciudadano” de la capital. Aquí confluyen, dice, desde el hombre más rico de América Latina (el empresario mexicano Carlos Slim) “que ha venido a recorrer los ahuehuetes centenarios de aquí del lago”, hasta un expresidiario que, en su primer día de libertad, eligió ir a Chapultepec “para sentirse completamente libre”.
En los humedales artificiales coexisten varias especies de flora, peces nativos e introducidos, ranas y axolotes.
Cerca de 200,000 árboles, algunos con más de 600 años de antigüedad, mantienen el microclima de Chapultepec.
La ciudad que es el bosque está poblada de comunidades, dice Pacheco, y esas comunidades son las que hacen de Chapultepec lo que es. El bosque mismo es, en términos biológicos, un conjunto de comunidades: la manera más adecuada de pensar en un árbol, un cactus o un arbusto, explica el botánico italiano Stefano Mancuso en su libro “Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal”, consiste no en compararlo con un ser humano o cualquier otro animal, sino en imaginarlos como una colonia. “Un árbol, pues, se parece mucho más a una colonia de abejas o de hormigas que a un animal tomado por separado”. El guardabosques alemán Peter Wohlleben lo resume así: “Un árbol solo puede ser tan bueno como el bosque que lo rodea”.
El Bosque de Chapultepec tiene alrededor de 200,000 árboles y hace justicia a la idea de refugio. Es una isla de vegetación rodeada de concreto. En algunas zonas, la densidad de sus árboles es tan alta que genera microclimas. Salir de la calle y hundirse en el bosque implica, de hecho, un cambio de temperatura: adentro, el cuerpo está sometido a menor estrés térmico. De la misma forma que amortigua el calor, amortigua el ruido y la velocidad del viento. Es una fuente de captura de carbono y uno de los principales reguladores de la calidad del aire que se respira en la capital mexicana. Los árboles filtran el agua de lluvia en el suelo y mantienen el ciclo hidrológico. También es refugio de aves migratorias. Y, para “nuestros cerebros criados en la sabana”, como escribió la autora Florence Williams, es una forma de volver a casa.
A comienzos de la pandemia, cuando nadie tenía mucha idea de nada, pero la gente exigía a las autoridades tomar decisiones como si supieran, el bosque estuvo cerrado por tres meses. “Fue un error cerrar”, ha dicho la directora. “Eso lo aprendimos. Esto es un espacio de libertad”. En un momento, me cuenta, llegó la indicación de que todos los mayores de 60 años que trabajaban allí debían irse a sus casas. Prácticamente tuvieron que obligarlos a que se fueran, recuerda. “Es más, ahí tuvieron más problemas de salud que aquí”.
El naturalista John Muir, que tranquilamente podría haber dejado un comentario en el libro de visitas del Audiorama, decía lo mismo hace más de un siglo: “Pocos lugares en este mundo son más peligrosos que el hogar. No temas, por lo tanto, probar los pasos de montaña. Ellos matarán el cuidado, te salvarán de la apatía mortal, te liberarán”. Huémac lo comprendió hace mil años: no hay nada más inútil que las piedras preciosas si uno no tiene lluvia. Para nosotros —para algunos, para muchos— hizo falta una pandemia, una pérdida de sentido, una prueba de la fragilidad de nuestras certezas, que nos empujara a la orilla del bosque.
El actual Bosque de Chapultepec tiene aproximadamente 8 kilómetros de largo y 1.5 de ancho. Recibe más de 20 millones de visitantes al año.