Un plato de camarón, una lata de cerveza y un océano
Los dos grandes problemas ambientales que enfrentan los océanos mexicanos, la sobreexplotación pesquera y la contaminación, se resumen en una comida tradicional sinaloense: un aguachile acompañado de una lata de cerveza. Del mar se extrae el camarón, una especie sobreexplotada que afecta a otros animales marinos. Y en el mar termina gran parte de nuestra basura. En Mazatlán, Sinaloa, grupos de vecinos, pescadores, empresarios y activistas cruzan luchas para salvar una industria amenazada por las malas prácticas y un mar más contaminado después de la pandemia.
Por Alejandra Sánchez Inzunza | Fotos de Felipe Luna
Sinaloa · Vice
En la mesa de cualquier restaurante de Mazatlán hay una imagen recurrente: un plato lleno de camarón crudo cortado en mariposa, curtido al limón, con pepino, cebolla, aguacate, chile chiltepín y cilantro. Al lado de ese plato, suele haber una lata de cerveza Pacífico o Tecate Light. Una combinación fresca para los 30 grados que suele haber en esta ciudad costera. Si uno no ha ordenado esto no ha probado Sinaloa, un estado del norte de México famoso por el aguachile, la música de banda, el narcotráfico y el carácter alegre y festivo de sus habitantes, acostumbrados a “pistear” (beber) desde la comida.
Pero más allá de una postal costumbrista, el aguachile y la cerveza resumen los dos grandes problemas ambientales que enfrentan los océanos en México: la sobreexplotación pesquera y la contaminación. Ambos productos se juntan en la mesa. Para llegar hasta ella, el camarón hace un largo viaje rodeado de malas prácticas pesqueras que ponen en riesgo a otras especies marinas, mientras que la lata de cerveza, una vez vacía, muy posiblemente acabará en el mar junto con toneladas de basura. Hay un dicho popular que dice “donde se come no se caga”, pero en el mar se juntan nuestra alimentación y nuestros desechos.
En Mazatlán, una ciudad que vive de la industria pesquera y turística, la vida de sus habitantes está ligada tanto al camarón como a la basura. Hay empresarios industriales, como Guillermo Alonso, que luchan contra el embargo camaronero de Estados Unidos y capitanes de barco como José Moreno y Martín González que esperan con ansias cada temporada —desde septiembre hasta marzo— para salir a altamar, responsables de siete familias que son parte de su tripulación. El resto del año trabajan como albañiles o seguridad. Exportadores como Sergio Castro buscan el mejor producto del mar sin afectar al medioambiente. También en otras zonas del estado como La Reforma, los líderes de cooperativas artesanales Marco Antonio Soberanes y Baldemar López intentan adaptarse a los nuevos tiempos de la camaronicultura. En Altata, Yaneth Castro ha creado la primera cooperativa de mujeres con la que pretende cambiar las prácticas pesqueras. Además, están los transportistas que llevan el camarón a las plantas procesadoras para ser congelado y empacado, quienes lo venden en el principal estado productor del país, y por supuesto, estamos quienes lo comemos.
El aguachile de camarón es un platillo arraigado en la identidad sinaloense. Reúne los ingredientes de la sierra y el mar. Es valorado por pescadores, personas locales y turistas por igual.
La basura también está por todos lados en la llamada “Perla del Pacífico”. Cada vez que Oscar Guzón hace tours para ver ballenas jorobadas se encuentra con la contaminación de la planta residual, el plástico flotando y el aceite de los barcos pesqueros. Roberta Cortázar recoge todos los fines de semana latas de cerveza y bolsas de papas fritas que se acumulan en los acantilados. María Esther Juárez se sumó a una organización para separar basura y ha encontrado botellas de insecticida de 1940 en las limpiezas del faro de Mazatlán. Sofía Trejo, una de las principales ambientalistas del estado, logró juntar a vecinos y empresarios para instalar una biobarda —una red— en el río para evitar que los desperdicios lleguen al mar. También están las cientos de personas que viven de los residuos del basurón de Mazatlán, un monstruo de 35 hectáreas al aire libre que alberga unas 600 toneladas de basura diarias y donde los lixiviados —los líquidos que se derriten de los desechos sólidos— se acumulan y terminan en los ríos. No hay que olvidar a los propios pescadores del puerto, a los turistas y a algunos habitantes que suelen tirar sus bebidas, empaques y colillas de cigarro a la arena. En verano, cada fin de semana se llegan a juntar hasta 10 toneladas de desperdicios.
Mazatlán ha pasado de ser un presidio colonial en el que vivían militares criollos a un bullicio turístico que no para de crecer. Hasta 1870, solo había tres hoteles y tres restaurantes, según señala el investigador Arturo Santamaría en su libro La Historia del turismo en Mazatlán. Con la llegada del ferrocarril Southern Pacific a finales del siglo XIX, el puerto se conectó con el noroeste y la frontera con Estados Unidos, lo que marcó el inicio de su transformación. Con la inmigración de las zonas rurales emergió la Zona Dorada, una colección de edificios modernistas actualmente en decadencia. Los turistas solían pasar las noches en lugares icónicos como Valentino, un edificio morisco al pie de la playa famoso por sus láseres y máquina de humo.
Hace ocho años, con la inauguración de la autopista Durango-Mazatlán, la ciudad alcanzó un nuevo boom inmobiliario. Solo en 2021 hay en marcha 40 desarrollos verticales al estilo Dubai y un proyecto millonario para rescatar la tradicional Fiesta Land de los 70’s, un complejo de seis discotecas que ahora será conocido como Punto Valentino. El puerto es hoy uno de los destinos turísticos más importantes del norte del país con sus 20 kilómetros de playas, uno de los malecones más grandes del mundo, una cervecería, una fábrica de café, dos plantas de energía eléctrica, sus famosas pulmonías —taxis icónicos más parecidos a coches de golf—, la música de banda en sus playas y su mar salvaje.
Pero Mazatlán es una espiral convulsa donde conviven el desarrollo turístico y la derrama económica que trae consigo. “Hay un antes y un después de la carretera. Mazatlán está cambiando mientras hablamos (…) La gente viene a comer y a pistear pero la basura se queda”, dice Sandra Guido, directora de Conselva, mientras ve a las palomas que se congregan en las costas. “En vez de gaviotas tenemos pichones comiendo cangrejos (…). Hay más inversión privada, pero no hay servicios. Las lagunas costeras están azolvadas. Los arroyos, cargados de sedimento, producto de la deforestación y la agricultura. No hay agua. ¿De qué sirven millones de larvas de camarón si lo avientas a un caldo caliente y salado” se pregunta la ambientalista al enumerar los desastres de una ciudad con una industria pesquera afectada por la pandemia y un embargo, mientras su población se preocupa por tener playas y mares limpios. El puerto enfrenta el gran dilema medioambiental: ¿Sirve de algo que las personas reciclen basura y dejen de usar plástico si las políticas públicas no cambian?
30,000 personas dependen de la pesca de camarón industrial y artesanal.
Baldemar López, integrante y líder de una cooperativa de pesca artesanal en La Reforma.
2 de las 9 especies de camarón que se encuentran en México están sobreexplotadas.
Las redes utilizadas en la pesca industrial son un importante contaminante.
El aguachile genera ansia de comer más y más camarón. La mezcla de su jugo con el limón y el picante es adictiva. Hay quien mide su sabor por la cantidad de chile o por la calidad del camarón, los dos ingredientes salvajes que fusionan la sierra con el mar. Casi nunca se pide solo uno y aunque “enchile” hay quien termina lamiendo el plato.
La conciencia medioambiental desaparece en el paladar. Por eso casi nadie que come aguachile se pregunta si el camarón es mexicano, pide un comprobante de origen o se plantea si fue capturado con artes que reduzcan la pesca incidental —de tortugas, peces, moluscos, etc. Si hay un amante del aguachile preocupado por salvar el océano, esto es lo único que podría hacer para combatir la sobreexplotación pesquera.
En México se pescan 735 especies —agrupadas en 80 fichas de la Carta Nacional Pesquera— y un 80 % no deberían estar sujetas a una pesca mayor, según la Auditoría Pesquera hecha por Oceana México. “Se pesca por encima del nivel de reproducción porque se busca el máximo rendimiento que se pueda tener en el tiempo”, explica Esteban García-Peña, director de campañas en pesquerías de Oceana. Un 25 % son especies deterioradas como el callo de hacha, el caracol chino y el camarón azul. Si a esto se le suma la pesca ilegal—por cada diez kilos legales hay seis obtenidos sin permiso ni procedimientos oficiales—, en 20 años sólo se capturará la mitad de lo que hoy y un 38% de los peces desaparecerán, según un reporte del Environmental Defense Fund de México.
El camarón, un crustáceo de 10 patas de la familia Caridea, se parece a su prima la langosta porque es delgado, tiene el abdomen y las piernas largas y una coraza poco resistente con la que se batalla a la hora de pelarlo. Su principal característica, desde los ojos de un comensal, es que su cuerpo está dividido en dos y es muy fácil arrancar su cabeza del tórax. Hay más de 4,000 tipos de camarón en el mundo y al menos dos de las nueve especies que hay en México están sobreexplotadas, incluído el azul, el más común en Sinaloa y con el que se hace el aguachile. ¿Cómo es que la pesca de este bicho, que antes se le daba a los cerdos y hoy es comida de ricos, afecta al océano?
Después de una de las peores temporadas de los últimos años, Guillermo Alonso, director de Pesca Siglo XXI, mira 20 de sus barcos anclados preocupado por lo que pasará cuando termine la veda. El 30 de abril, Estados Unidos retiró la certificación a México para exportar camarón al detectar el uso incorrecto de excluidores de tortugas marinas en las embarcaciones. Los pescadores industriales culparon a los artesanales, los artesanales a los industriales, todos se quejaban del gobierno — la actual administración debilitó la capacitación a pescadores y los mecanismos de inspección y vigilancia a bordo— y se preocupaban por cómo la medida afectaría a las 30,000 personas que viven del marisco. La próxima temporada se perderá y con ello unos 340 millones de dólares, según la Confederación Mexicana de Cooperativas Pesqueras y Acuícolas (Conapesca).
Una mañana o lo que sea de tal mes, Alonso corre hacia el almacén de su planta y muestra un aparejo que coloca en las redes —una puerta de rejillas que permite a las tortugas escapar cuando se arrastra al camarón— y dice que todos sus barcos los tienen. “No entiendo la decisión. Hace más de 20 años que estamos certificados”, se lamenta el empresario practicante de surf. Mientras pasea por la planta vacía, asegura que los pescadores industriales de camarón en Mazatlán —la segunda mayor flota del país— han cambiado sus prácticas pesqueras y tienen conciencia medioambiental: no tiran basura en altamar, reciclan el aceite y las redes de los barcos, así como el plástico que recogen con la pesca.
Las dos biobardas que hay en Mazatlán han evitado que cerca de 150 toneladas de residuos lleguen al mar.
El oceanólogo Óscar Gurzón organiza tours de avistamiento de ballenas. En cada salida observa la contaminación de la planta residual, plástico flotando, redes y aceite de los barcos pesqueros.
Pero las tortugas son solo uno de los problemas. La pesca de camarón conlleva una enorme cantidad de pesca incidental: de cada 10 toneladas que se recogen a final de temporada, nueve son de otras especies —cangrejos, caracoles, pulpos, calamares, meros, huachinangos, lenguados— y solo una es de camarón. “Son redes gigantescas que se lleva todo lo que encuentra a su paso, principalmente tiburones y rayas”, dice García-Peña. El problema de la sobrepesca, agrega, es que no permite un reclutamiento natural de la fauna marina porque no se calculan los volúmenes existentes. Pero no hay otra forma de atrapar al camarón. Es tan rápido que solo se puede pescar de acuerdo a las mareas. “El camarón se cuida. Puede estar llena la bahía pero si no hay corriente, no lo agarras”, dice el pescador ribereño Marco Antonio Soberanes.
Los camarones son los Cheetos del mar. Estos mariscos hermafroditas viven unos tres años, en grupos de miles y ponen hasta un millón de huevos cada vez que se reproducen. Pero valen más que las frituras. Un kilo de camarón azul jumbo puede costar unos 50 dólares. En la cadena clasista del marisco, está por encima de los mejillones y las rabas, nunca arriba de la langosta y el caviar, y en Estados Unidos —comprador de un 86 % de las exportaciones mexicanas— es un manjar que se sirve en cócteles con mayonesa y kétchup. Tan solo en Las Vegas se consumen casi 30 toneladas de camarón al día, más del doble que en el resto del país. Mientras los mexicanos suelen comer el marisco cultivado en campos pesqueros y no el de altamar, los estadounidenses se llevan el mejor producto.
“Le deberíamos hacer un monumento y besarle las patitas todos los días. El camarón ha sido el pan que nos ha dado toda una vida”, dice Marco Antonio Soberanes, presidente de la cooperativa pesquera de Acapuntita, en La Reforma, durante una fiesta por el día del marinero en la que varias latas de cerveza acabaron en la orilla de la playa.
Los pescadores ribereños aseguran que se han capacitado y son quienes menos daño hacen al medio ambiente. “Usamos barcos de vela y casi no tenemos pesca incidental”, dice Baldemar López, presidente de la Cooperativa Abelardo Lucas. Por el tipo de redes y la cantidad de camarón que pescan, los ribereños pueden soltar a la fauna de acompañamiento sin hacerle daño. Ambas cofradías dan su producto a Del Pacífico, una de las distribuidoras de camarón con mayor crecimiento en los últimos años. “Creo en los buenos productos porque me gusta comer y puedes hacerlo sin acabar con el planeta”, dice su director Sergio Castro. Pero el embargo estadounidense afecta a todos.
Yaneth Castro ha creado la primera cooperativa de mujeres en el puerto de Altata. Se dedican a la pesca de ostión de mangle y buscan cambiar las prácticas pesqueras.
25% de las especies que se pescan en México, entre ellas el callo de hacha, se encuentran deterioradas.
Por eso, Baldemar López compró diez hectáreas para hacer cuatro estanques donde cultiva camarón blanco, un negocio que está en auge en toda Sinaloa. Si hasta los 80 la pesca era lo más rentable y la ganadería se abrió paso en las décadas posteriores, la acuacultura es la mezcla entre ambas. La Reforma está lleno de granjas que presentan otro problema ecológico: sus bombeos afectan a otras larvas de camarón y otras especies en la bahía.
A 85 kilómetros de Mazatlán, Luis Enrique Machay, mejor conocido como Kiki, cumplió 16 años desde que ayudó a los primeras crías de tortuga golfina a llegar al mar y piensa cómo algunos de los 30,000 huevos enterrados en julio pasado en la costa de Celestino Gasca podrían ser de esas mismas. “A los 16 llegan a la adultez”, cuenta este pescador de ostión de 43 años, que es el encargado del campamento tortuguero.
Kiki recuerda el olor fuerte de tripas, hígado y piel de tortuga cuando se hacía caguamanta en la zona, un guiso de tortuga en aquellos tiempos en los que comerla no era un delito, sino una necesidad. Cuatro décadas después es impensable matar a una tortuga para comerla, aunque en el basurón de Mazatlán se han llegado a encontrar caparazones.
En altamar hay otras reglas. Más allá de las inspecciones oficiales, cuenta, es sabido que muchos barcos camaroneros no cuentan con excluidores, muchos denuncian la falta de capacitación y el maltrato a otras especies.
“Algunos pescadores rajan a las tortugas para que no floten y nadie las encuentre”, dice Kiki. Al inicio de la temporada pasada, en los 35 kilómetros de playa que vigila, y donde recoge la basura que dejan los barcos, se encontró con 28 tortugas muertas.
Luis Enrique «Kiki» Machay y su familia cuidan un campo tortuguero y protegen a especies locales de las amenazas de la pesca industrial y la contaminación de los mares.
María Esther Juárez junta cerca de 30 toneladas de basura cada mes en el Faro de Mazatlán.
El «Basurón» de Mazatlán. Al no haber relleno sanitario en la ciudad, los líquidos que generan los residuos plásticos terminan en el acuífero y en el océano.
Sofía Trejo Lemus es una ingeniera en alimentos, con el pelo al estilo Cleopatra, cuyas ideas se convierten en marejadas. Hace dos años se le ocurrió poner contenedores de PET en forma de animales marinos en algunas playas de Mazatlán. Convocó a la población en Twitter y el entonces gobernador, Quirino Ordaz, respondió y ofreció su ayuda. En un fin de semana, unió a políticos, empresarios, investigadores, familias y vecinos para recoger botellas y empezar una lucha por un Mazatlán limpio que se mantiene hasta hoy.
Empezó con contenedores de PET —que vio por internet en algunas playas europeas— cuando fue directora de una escuela en Mazatlán. Después pasó a biobardas en las bocas de los ríos —inspirada en Guatemala— para evitar que las lluvias contaminaran más el mar. Más tarde convenció a voluntarios y a empresas como Pesca Azteca de hacer ceniceros para que la gente no tirara sus colillas en las playas. Actualmente, desde su organización MazConciencia hace una limpieza al mes en los lugares con más basura del puerto. Y como consultora de pesca da talleres a pescadores para despertar su responsabilidad ambiental. Trejo está convencida de que lo hace cada persona ayuda a tener un mundo mejor.
“Cada vez que doy un taller me dicen ‘Yo no voy a solucionar el calentamiento global’, pero si pequeñas personas en pequeños lugares realizan pequeñas acciones, se puede generar un cambio. No vas a acabar con la crisis climática, pero puedes solucionar algo en tu comunidad”, cuenta la activista que ha inspirado a otras mujeres mazatlecas, mujeres de empresarios y políticos que siguen sus pasos en el mundo de los residuos.
Tirar basura es una solución de problemas. Deshacerse de algo que no se quiere ver, que ya no es útil. Y en cada comunidad sinaloense, siempre hay un tiradero en la entrada. En Mazatlán se generan unas 900 toneladas de basura al día y a falta de relleno sanitario, acaban en un basurón, una montaña de colores entre palmeras medio muertas llena de sillones, llantas, aluminio, juguetes, tablas, ropa, alfombras que en verano se cocinan hasta los 35 grados. El terreno a cielo abierto, que existe desde 1990, incumple la normatividad ambiental, está al 98% de su capacidad y ha sido considerado una “bomba de tiempo” por las autoridades desde hace décadas.
El oceanólogo Oscar Guzón piensa en el basurón cuando sale en su lancha a avistar ballenas jorobadas. No le preocupa la contaminación visible, sino aquella que escapa a sus ojos. Al no haber relleno sanitario en Mazatlán, los líquidos que generan los residuos plásticos —lixiviados— terminan en el acuífero y a su vez, en el océano. “El mar no se puede separar. El mar es el mar”, dice el especialista en recursos acuáticos. Cada segundo se arrojan más de 200 kilos de plástico al mar en el mundo. El 70% se va al fondo marino y un 15% queda flotando. Y es una amalgama tan resistente que su proceso de degeneración es casi imposible. Guzón, quien también hace recorridos turísticos, considera que limpiar playas es una solución paliativa como poner curitas, pero es necesario cambiar políticas públicas como reducir la producción y el uso de plásticos.
La basura es un círculo vicioso. Las dos biobardas que hay en Mazatlán —próximamente habrá una tercera— han evitado que cerca de 150 toneladas de residuos lleguen al mar, pero gran parte de estos desechos van al basurón. Lo mismo pasa con la basura que arrastra las mareas y llega después a otras playas. O con grandes objetos como refrigeradores y hornos de microondas que son tirados a los ríos y terminan en las profundidades. El plástico está por todos lados.
La pandemia aumentó el uso de este material en todo el mundo y de acuerdo a Naciones Unidos, un 75 % acabará en los océanos. Según Esteban García Peña, de Ocena, los residuos plásticos que acaban en aguas mexicanas equivale a un camión de basura por minuto. En Mazatlán, es común que los restaurantes separen los cubiertos en bolsas de plásticos y no se ha instaurado ningún protocolo de separación de residuos.
Quizá por eso han sido las mujeres de Mazatlán quienes se han unido para tener una ciudad más limpia. Maria Esther Juárez junta unas 30 toneladas al mes de residuos domésticos a través de la organización Separado No es Basura, hace limpiezas mensuales en el Faro de Mazatlán donde ha encontrado desde antenas parabolicas hasta botellas de insecticida de 1940 y también es parte de MazConciencia, donde participa en un programa de educación ambiental en escuelas privadas. “La gente no entiende que existan personas como nosotras. Siempre piensan: ‘¿Qué ganas? ¿Por qué te clavas en eso?’, pero yo creo que la indiferencia también contamina”, dice la mujer que ha juntado hasta una tonelada de residuos en el faro en un solo día.
Cuando pasea por los acantilados de Avenida Centenario en Mazatlán, Roberta Cortazar piensa: “Que hermosa es esta capa azul, pero nadie sabe todo lo que hay debajo”. Desde que llegó al puerto desde su natal Chihuahua, todos los fines de semana se acerca para recoger la basura de la gente que suele ir por las tardes a ver el atardecer. Su misión individual, voluntaria y sin ningún tipo de ambición más allá del bien ecológico, es infinita e ingrata. Todo lo que limpia, está sucio otra vez al día siguiente. El hombre que recoge ostiones se encuentra con ropa y plásticos mientras pesca, la señora que vende cocos lucha con que no tiren los popotes por la orilla y Cortazar vuelve a ver como los desperdicios de unicel se destruyen cuando sube la marea y son imposibles de quitar. Aún así, vuelve a pedir ayuda a los vecinos, al ayuntamiento, a la estación de bomberos y continúa con su limpieza. Cortazar, una mujer delgada y atlética, dice que lo único que la mueve es contribuir a tener una ciudad más limpia. Al menos cada residuo que ella quita, dice, no llega al mar. “Siento que doy un ejemplo. Si pienso en el big picture me frustro y me paralizo. Entonces me concentro en lo que yo puedo hacer”.