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El bosque ardió entre nosotros

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El bosque ardió entre nosotros

Desde el descubrimiento del fuego, los humanos nos hemos calentado, alimentado mejor, y penetramos la oscuridad. El fuego es el símil de nuestra creatividad y la base de nuestras tecnologías. Pero también avivamos su fuerza destructiva por el uso de combustibles fósiles, los megaincendios y el calentamiento irreversible del planeta. En medio de esta era del fuego, en Bolivia, uno de los cinco países que más destruye sus bosques, un grupo de bomberos voluntarios indígenas luchan 30 días con sus noches contra un incendio mientras anhelan algo parecido a un milagro: la próxima lluvia.

Por Joseph Zárate | Fotos de Manuel Seoane

BOLIVIA · 26 de julio 2023

A mi padre, Pepe Zárate, maestro carpintero.

 

En Bolivia es raro cruzarse con un bombero forestal que no esconda bajo un costado de la lengua un buen bolo de coca. Verás que, en plena faena, siempre tiene a la mano una pequeña bolsa de donde saca cinco o seis hojas secas y las mete bajo el cachete con una pizca de bicarbonato, para que los jugos de la planta disparen su energía. El resultado es una bola verdosa cada vez más grande: cuando los incendios se prolongan y el cuerpo amenaza con rendirse, los bomberos añaden más hojas de cuando en cuando, hinchando sus mejillas al punto de que difícilmente se les entiende cuando hablan. Algunos bolean «a la antigua, puritinga hoja seca nomás». Otros, más sofisticados, consumen coca chancada con saborizantes de menta, plátano, mango, maracuyá, chicle, Nescafé, Coca-Cola «y toditingos los sabores que puedes imaginar». Bolear, dicen, les permite resistir 12, 18, 24 horas seguidas de trabajo físico, casi sin agua ni comida, concentrados en sofocar el fuego salvaje.

Es primero de octubre de 2022 y en el Estado Plurinacional se celebra el Día del Árbol. Pero esta brigada de bomberos voluntarios no tiene ganas de festejar. Llevan 23 días con sus noches atrincherados en sus tiendas de campaña, intentando salvar lo que queda de un bosque maderable e impedir que las llamas toquen las casas de Santa Mónica, una comunidad indígena de unas 35 familias, en la provincia de Concepción, al norte del Bosque Seco Chiquitano: con 24 millones de hectáreas (84% de ellas dentro de Bolivia), es el bosque seco tropical más grande del planeta.

El líder del grupo de bomberos voluntarios “Quebracho” desenvuelve una frazada térmica.

No se trata del más terrible ni el más llamativo de los incendios. Pero contarlo tal vez ayude a entender por qué Bolivia sigue entre los cinco países que más deforestan y destruyen sus bosques. En 2019, en plena crisis del gobierno de Evo Morales, los incendios en la Amazonía ocuparon titulares en la prensa internacional: seis millones de hectáreas (4% de la superficie del país andino) fueron arrasadas por los chaqueos o quemas en Santa Cruz de la Sierra, principal departamento ganadero. Poco después, en 2020 y en 2021, en la misma región, el mismo tipo de fuego (megaincendios o incendios de sexta generación cuya emisión de calor y humo puede modificar microclimas) consumió tanto bosque como 100 ciudades del tamaño de Nueva York, el territorio de unas 400 comunidades.

Santa Mónica es uno de tantos rincones bolivianos que vuelven a arder.

Mientras que en localidades vecinas al menos caen chubascos, los vecinos de aquí juran que hace tres meses no cae una sola gota del cielo. Y ahora, que el sol se pone rojo por las nubes de humo que nos rodean, el comandante Fabio Poma, bombero forestal del Gobierno Departamental de Santa Cruz, revisa un mapa satelital en su teléfono. En el gráfico verde, que se actualiza cada tanto con nuevos datos meteorológicos, se ven puntos naranjas («focos de quema») que rodean Santa Mónica, como una serpiente de fuego que acorrala a su presa.

—Hay que matarla de una vez —advierte Poma, cruceño robusto de 34 años, ojos chinos y corte de pelo militar—. Ahoritinga nomás, si no el viento Norte nos va a joder.

«Camba de nacimiento, pero colla de sangre» (su madre es de Cochabamba y su padre, de Oruro), el comandante Poma lleva una década apagando incendios en la región, y sabe que solo de noche, cuando la temperatura baja, se puede contraatacar. Son múltiples frentes los que deben abrir y, como cuenta con pocos bomberos profesionales, ha organizado guardias con relevos cada 12 horas. En estas también participan los adultos de la comunidad.

—Pero la gente ya está requetecansada, algunos voluntarios no quieren ir a trabajar, así que toman su coquita para animarse de vuelta.

Poma no bolea ni fuma cuando está de servicio, «la norma me prohíbe consumir cualquier sustancia», debe cuidar de sus hombres. Por eso ahora, en plena noche cerrada, vamos en la camioneta del pueblo hacia la intersección de dos trochas, donde un grupo de comuneros lleva horas tratando de liquidar el fuego con unos tanques portátiles que llevan en la espalda. Otros emplean motosierras para cortar leños prendidos y enterrar las brasas que han penetrado las raíces de los árboles.

A diferencia de los bomberos forestales de compañías más establecidas como las de Direna (Dirección de Recursos Naturales de Santa Cruz), las de Funsar (Fundación de Búsqueda y Rescate) o las de Guardián (con sus uniformes, botas y mochilas certificadas) que atienden esta emergencia, los voluntarios indígenas combaten el fuego sin trajes inflamables ni respiradores faciales o algún otro artefacto básico que los proteja.

—Así nomás venimos con nuestros zapatos y ropa de casa —me había dicho Alberto Paine, 45 años, albañil, vecino de Santa Mónica, que ha llegado con su sobrina adolescente para avanzar más rápido en la liquidación del fuego.

Árbol quemado cercano a la comunidad de Santa Mónica. Cuando el fuego alcanza los árboles altos el viento dispersa fácilmente las brasas y acelera la propagación del incendio.

Bomberos voluntarios intentan descansar después de haber trabajado toda la noche en un foco de calor de alto riesgo.

Pese a la oscuridad y la espesa humareda, Paine y sus vecinos pueden cumplir sus labores gracias a las pequeñas linternas que llevan en la frente. Recién cerca de la medianoche, deciden sentarse sobre unos troncos caídos a vigilar las llamas. Algunos bolean o prenden un cigarro. Otros toman sorbos de alcohol de farmacia mezclados con agua mientras escuchan cumbias de Clímaco Sarmiento desde un celular. Entiendo poco lo que dicen por los bolos en sus mejillas, pero en sus rostros sucios de ceniza, resaltan miradas de hartazgo acumulado, que ni la coca ni la buena nueva del comandante Poma consiguen disipar: según el reporte meteorológico, una lluvia caerá, por fin, en unos tres días.

Nadie parece entusiasmarse. Saben que mañana, cuando el sol aplaste las cabezas y el viento Norte sople con fuerza, el fuego que acaban de extinguir se levantará otra vez. Más allá o más acá, da lo mismo. No habrá más remedio que empezar todo el trabajo de nuevo.

* * *

Hace unos 400 mil años —un pestañeo, visto en escala geológica— los primeros humanos domesticaron el fuego: aprendieron, entre otras cosas, a hacer fogatas para mantenerse calientes y protegidos; aprendieron a cocinar y ganaron más calorías que al comer alimentos crudos; y empezaron a socializar hasta bien entrada la noche, lo que tal vez propició que se contaran las primeras historias sobre el mundo que habitamos y los mundos que imaginamos.

Mitos como el del titán Prometeo (cuya hazaña hizo posible «todas las artes de los hombres»), cuentan cómo, una vez arrebatado a los dioses, el fuego se convirtió en el gatillador de la rebeldía y la creatividad humana. De ahí que distintas disciplinas del conocimiento reconozcan su poder más allá de las metáforas: el fuego está en la base de nuestras tecnologías desde la agricultura hasta la exploración espacial y, al mismo tiempo, es percibido hoy como una fuerza destructiva que se nos fue de las manos por el uso de combustibles fósiles, los megaincendios y el calentamiento irreversible del planeta.

«Si antes, la propagación del hielo contribuyó a que el planeta entrara en una era glacial, ahora nuestra combustión desenfrenada está impulsando a la Tierra hacia una era del fuego», escribió Stephen J. Pyne, profesor de historia ambiental de la Universidad Estatal de Arizona, experimentado bombero y autor del nombre preciso para estas épocas:

«Hemos creado un Piroceno. Y ahora tenemos que vivir en él».

El carpintero Juan José Leigue no ha leído al profesor Pyne ni está al tanto de las últimas investigaciones sobre la propagación del fuego en el mundo, pero ha encontrado un modo práctico de avisarle a sus vecinos del peligro inminente de los incendios en la zona: a la entrada de Santa Mónica ha puesto un letrero de madera que advierte el riesgo de fuego en la comunidad. Se trata de una media circunferencia que, de derecha a izquierda, va del verde (riesgo bajo) pasando por el amarillo (riesgo alto) hacia el rojo (riesgo extremo).

—Ahora estamos en rojo bien rojo —me dice Leigue, jefe a cargo de la respuesta a los incendios en Santa Mónica—. Todo huele a quemado. Dan ganas de llorar, la verdad.

Leigue llegó hace 47 años a este bosque con su abuela y otros hombres y mujeres con los que fundó Santa Mónica. Era un niño que cargaba las ollas y la única burra de la familia. «Era lindo esa época, verde, fresco, aire puritingo», recuerda el maestro carpintero, mientras caminamos por las cicatrices que ha dejado el fuego en los predios de Cachuela, una de las más de 200 comunidades interculturales (con población principalmente aymara o colla) que han ido ubicándose en la Chiquitanía, para trabajar las tierras que el gobierno de Evo Morales retiró a los grandes empresarios ganaderos. Aquí, dicen los bomberos, se originó el incendio.

Cuando el fuego se levantó en Cachuela, Leigue estaba en Santa Mónica, celebrando una fiesta patronal. De repente, vieron una columna de humo que se levantaba a un par de kilómetros de distancia. Nadie se alarmó, hasta que unos días después las llamas alcanzaron chacras y potreros, y el humo se metió en las casas.

—Era insoportable la humareda que venteaba del Norte y el cielo ardiendo con las cenizas cayendo, entonces se prendieron los palos altos, el fuego rapidingo sube, y cuando es de día, con este calor, es casi imposible apagarlo.

Leigue recuerda ver con impotencia como una ola de fuego consumió en cuestión de horas decenas de ejemplares de ajanau, cuchi, momoqui, cedro, tajibo, echiturí, tarara amarilla, entre otros árboles ancestrales que son la materia prima de las mesas y las sillas que carpinteros como él fabrican para sostener a sus familias.

Basta levantar un drone en el camino a Cachuela para ver aquel escenario posnuclear: un cielo gris por la humareda, pastos vueltos cenizas, ardillas escapando entre árboles muertos, armadillos y serpientes carbonizadas, cicatrices que habían dejado las llamas.

—No ha quedado ni un solo techo sin quemarse —me dice Carmelo Mercado, 59 años, bolo de coca, desde la choza que cuida. Parecía el único habitante en toda la comunidad—. Pero ya no pude hacer nada porque estaba yo solo y pues por acá no hay agua desde hace tres semanas. Por eso yo nomás me he quedado para cuidarle esta casa a mi patrón.

Según a quién se lo preguntes, las razones que provocan un incendio en esta parte de Bolivia pueden ser múltiples. Los comuneros indígenas que entrevisté a lo largo de esos días me dijeron que son los interculturales que, al querer chaquear, no miden bien la fuerza del viento y el fuego se les escapa hacia el bosque. También hay quienes señalan que son cazadores que dejan prendidas sus fogatas, o algún fumador imprudente que tiró una colilla del cigarro desde la carretera. Los interculturales, por su lado, acusan a los indígenas de prender fuego a los bosques para exigir alguna ayuda —víveres, agua, ropa, herramientas— del Gobierno.

—Para ser francos, la inconsciencia este año ha sido de todos, generalizada: privados, indígenas, interculturales —dice el bombero forestal Daniel Velásquez, subprefecto de la provincia Ñuflo de Cháves, a la que pertenece Santa Mónica—. Y para que eso cambie, debe cambiar la ley. Mientras no cambiemos la parte regulatoria, la parte sancionadora, seguirán quemando. Porque si no, nadie es culpable de nada.

Bolivia es el país de la región con la multa base más baja como principal medida contra incendios ilegales y la deforestación: mientras que Brasil, afectado también por los megaincendios recientes, la multa base por hectárea quemada ilegalmente es de 925 dólares, en Bolivia es de 0.2 centavos de dólar.

—¡Es un pajazo, un chiste! —me había dicho el subprefecto Velásquez, una tarde en que salimos a monitorear el fuego en Santa Mónica—. Nosotros apagando y esta gente incendiando. Gastamos plata que no tenemos, encima estar premiando a estos imbéciles que prenden fuego, no es algo que sea correcto. Por eso he ordenado que no llegue ni una cebolla para nadie.  

A diferencia de otras compañías de bomberos forestales, los voluntarios indígenas combaten el fuego sin trajes inflamables ni respiradores faciales o algún otro artefacto básico que los proteja.

Me contó que hace poco, en Cachuela, vio a un vecino quemando su chaco. El fuego se salió de control y tuvieron que ir a ayudarlo.

—Estuvimos dos semanas resistiendo. Dale que te dale. Lo apagamos. ¿Sabes qué pasó? Lo volvió a prender. Casi lo agarro a patadas.

* * *

5 de octubre, 2:07 pm. Salida de Cachuela, el origen del fuego.

En el camino de tierra, recogemos a una señora con sus bolsas del mercado. Se llama Antonia Aricoma. Es de Potosí. 60 años, cuatro hijos. Vive en una comunidad intercultural llamada Villa Hermosa. Comienza a llover. Charlamos un rato. En la radio suena algo de Maná.

—Mire, joven, nosotros sabemos quemar. ¿Acaso antes en nuestros lugares hemos quemado mal? Sabemos. Primero se roza, luego con sierra el cerro se tumba, se seca y deja limpito la zanja. Si se sale de control lo apagamos con tierra y con agua. Nunca pasa nada.

—Dicen por aquí que los interculturales son los culpables de los fuegos. Que han llegado para quitar tierras a los que viven en Santa Cruz, a los cambas.

—Estamos acá por el Evo. Cuando estaba, harto ayudó. En el altiplano casi no hay tierra, hay para unos nomás. Me noticiaron que había tierra por acá y me vine hace seis años. Yo quería mi pedacito de tierra, a mi me ha favorecido.

—Ahorita, según la normativa, está prohibido quemar. No hay lluvias. Todo está demasiado seco. Pero sigue habiendo incendios.

—Mire, a veces me siento mal, porque por uno pagan todos. A veces, sí sé que un compañero ha hecho su chaqueo, pero no quiere quemar. Pero otro va prende su cigarro y lo tira y lo prende todo. Si fuera responsable, bota su colilla y la apaga, no pasa nada. Para que te digo que ha sido tal fulano, si fuera así, yo llamo al subgobernador, tengo su número.

—¿Y por qué cree que en Santa Cruz dicen que son los interculturales los que queman sin control?

—El campesino, mire ve, tiene que buscarse la forma de sobrevivir. Y eso a algunos no les gusta. No somos chiquitanos, no somos cambas, pero también somos bolivianos. ¿O acaso nosotros somos de otro país por ser aymaras?

* * *

En el lenguaje de los bomberos forestales, los incendios suelen ser descritos como bestias salvajes que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Un incendio en el bosque tiene «cabeza» (el foco principal de fuego y la parte más grande), tiene «brazos» y «dedos» que, por acción de los vientos, se expanden de uno a otro lado, dejan cicatrices negras sobre la tierra o llevan las cenizas ardientes a través de las copas de los árboles, lo cual vuelve impredecible su voracidad. La regla para un bombero del bosque es nunca subestimar a la bestia.

El entrenamiento enseña que la gravedad de un incendio forestal depende del Factor 30-30-30: si la temperatura del ambiente supera los 30 grados centígrados, la humedad es menor al 30%, y la velocidad del viento es superior a los 30 kilómetros por hora, «estamos bien jodidos», advierte el comandante Poma. Aunque para él, de todas esas variables, la más peligrosa es el viento.

En esta zona de la Chiquitanía, especialmente en las tierras de Santa Mónica, hay un «viento malo» y un «viento bueno». El primero, el Norte, es el que sopla ahora: lleva y dispersa las cenizas encendidas y las hace caer como una lluvia negra sobre las chacras y las casas de la comunidad. Luego está el Sur, el bueno, que más bien aleja las llamas, y suele soplar casi siempre acompañado de lluvia. Hace días que, por desgracia, no aparece el Sur, y cuando lo ha hecho es solo un momento, porque de inmediato el Norte lo derrota.

Venta de ganado vacuno en la feria ExpoCruz, el evento agro empresarial más importante de la ciudad de Santa Cruz.

Hasta un 80% de la deforestación y los incendios en Bolivia son provocados por la expansión continúa de la frontera agropecuaria.

Pero Poma le teme más a las tormentas de fuego o incendios de sexta generación. Fuegos catastróficos que generan pirocúmulos, una especie de nube de fuego que genera remolinos de aire caliente que van absorbiendo la humedad de la tierra y avanzan a más de un metro por segundo. A su paso veloz, prenden todo lo seco y dejan el monte al rojo vivo «como un metal fundido».

—Es un monstruo, como que tiene su propia vida —dice Poma— y eso no se para con matafuegos, ni palitas, ni huevonadas. Solo tienes que salir corriendo.

Por eso, dice Poma, este trabajo no es para distraídos o peor aún, gente con «complejo de héroe». De estos ha visto muchos en 2019, cuando buses llenos de jóvenes voluntarios llegaban desde la ciudad a la Chiquitanía para «ayudar», o como dice Poma, para hacer «turismo del desastre».

—Llegaron a Santa Mónica y nosotros ya teníamos un mes acá, en el fuego. Habían venido la policía, el ejército y no habían podido ni mierda. Nosotros llegamos y encontramos todo un despute, no había organización, y los “voluntarios” habían prácticamente tomado el campamento. Lo interesante es que cuando los veías, tenían la ropa limpiezinga, la mochila forestal intacta, iban apagaban un fueguingo y ya. Una cagada total.

Hasta que uno de esos días, Poma llegó con sus hombres luego de una guardia.

—Los voluntarios se habían comido todo el rancho de los bomberos, todo. Entonces yo me calenté, con toda la adrenalina que tenía, llevaba ocho horas combatiendo con llamas de 20 metros de alto, sin comer bien, sin agua, entonces los boté a toditingos. Y se fueron, algunos estaban medio borrachos, hasta habían culeado en las carpas, en fin, un desmadre total.

Poma recuerda que se molestaron, que lo criticaron en redes sociales, pero no le importó, porque ya había registros de al menos seis personas fallecidas en los incendios y en Santa Mónica la cosa estaba tan grave que tuvieron que evacuar a los niños y los ancianos en la madrugada hacia una casa comunal en Concepción. Desde entonces, como ahora, solo los bomberos forestales se quedaron en Santa Mónica para batallar el fuego, pero sin poder ganarle todavía. Para eso es preciso esperar a las bajas temperaturas de la noche o a la lluvia.

—O esperar un milagro —dice Poma, que, para él, en estas circunstancias, es más o menos lo mismo.

* * *

Dicen que el error del muchacho, el error que casi lo vuelve presa fácil del jaguar, fue sentarse de espaldas al bosque en llamas. «Nunca se da la espalda al fuego, mijo», le había instruido su papá, veterano bombero forestal. Pero el cansancio de las labores de aquella tarde —machetear malezas, abrir trochas, regar con agua leños prendidos— hizo que sus piernas de novato se rindieran. Se quitó el respirador facial, se sentó junto al camino, hasta que su padre gritó ‘¡Lucas, levántese, carajo!’ y entonces pudo ver como, a unos diez metros tras él, los ojos del felino brillaban con la luz de las linternas.

7 de octubre. Día 30 del incendio en Santa Mónica.

El viento Sur sopló esta mañana y ha traído un chubasco. Las llamas parecen haberse replegado, y todo empieza a verse más tranquilo, excepto por la aparición del jaguar.

Los voluntarios ya me habían hablado del felino la noche anterior. En medio de la trocha que vigilaban, juran haber sentido las pisadas del animal. Poma ha decidido por eso suspender las operaciones en ese sector hasta que atrapen al felino. Esta tarde los de rescate de animales irán con sus jaulas.

Es una obviedad decir que los fuegos no afectan solo a los seres humanos. Hay que pensar también en los efectos sobre animales y plantas en el momento del incendio y después, muchos años más tarde. Los animales suelen reaccionar de dos maneras frente al fuego: huyendo o escondiéndose. Pero el número de animales muertos tras un incendio será mayor.

Solo en 2019, según datos del Observatorio del Bosque Chiquitano, el 47% del hábitat del jaguar se quemó al menos una vez durante ese año. Eso es alarmante, considerando que, en caso de incendios como estos, los animales de gran tamaño suelen moverse rápido para escapar del fuego, los animales más pequeños no lo logran.

El Observatorio ha estimado que, en 2019, el año del fuego, unos 5.9 millones de mamíferos (unas 48 especies diferentes, como osos bandera, chanchos de monte, felinos pequeños) murieron directamente por los incendios. La mayoría vivían en áreas protegidas y con números por especie que varían entre cuatro individuos de jaguar hasta 3.6 millones de roedores. Hablamos de animales que, ante el peligro de las llamas, se meten en sus madrigueras o se esconden enterrándose bajo la hojarasca del bosque, que en ocasiones puede sobrevivir al fuego. Algunos no lo consiguen. Es frecuente encontrar cucarachas carbonizadas y otros insectos en la superficie quemada. Unos pocos anfibios y reptiles, especialmente serpientes y lagartos, a menudo son causa de preocupación: no solo porque pueden morir a causa del fuego, sino también de la destrucción, aunque sea temporal, de su hábitat y su sustento. Incluso cuando logran huir, habrán muerto tiempo después por inanición, sed, a manos de cazadores o por competencia con otras especies que buscan básicamente lo mismo: agua y comida.

Soldado en el regimiento militar de Concepción preparado para salir en misión.

Los soldados reciben gotas de colirio en los ojos como tratamiento rutinario para contrarrestar los efectos de la exposición al humo.

Miembro de la brigada médica que trabaja en Santa Mónica ayuda a un perico que fue rescatado del fuego por un bombero.

Festival de la Orquídea en la comunidad de Concepción. Durante las celebraciones se resalta la importancia de la conservación de los bosques en una de las reservas más importantes de esta especie de planta en el continente.

Al día siguiente de la aparición del jaguar, luego de hacer una inspección más detallada, y volver a la parte del camino donde habían visto al felino, vimos algunas huellas: unas más grandes, otras medianas y otras pequeñas.

Tal vez papá, mamá, hijo jaguar. No era un felino queriendo comerse a los voluntarios, me dirán los rescatistas. Era una familia huyendo del fuego, defendiendo su casa de esos extraños que somos nosotros.

* * *

Cada año, la ExpoCruz vive su última fecha con la algarabía del derroche: este sábado de septiembre, aniversario de Santa Cruz de la Sierra, la feria más importante de esta ciudad parece un parque de diversiones para los amantes de las reses. Disneylandia para los ganaderos.

El reguetón y la cumbia suenan a tope y se mezclan en distintos rincones de la explanada: marcan el ritmo de este río de gente que llena los sitios de comida y los pubs de luces estridentes, o curiosea en los módulos de los bancos para agricultores y el showroom de Yamaha con el último modelo de tractor, o se detiene en los stands de Marlboro, donde anfitrionas muy maquilladas regalan cigarros y llaveros sin perder nunca la sonrisa.

Pero la sección más popular, la que todos hemos venido a ver, es donde están los cebúes.

En esos potreros coronados con letreros fluorescentes hay padres paseando con sus niños, mirando, tocando a esas bestias jorobadas que descansan sobre montones de aserrín. Cebúes de casi una tonelada, de pieles marmoladas, marrones, perladas, y que pueden costar tanto como el salario mínimo de 80 bolivianos juntos.

—Tócale su frente, mi amor, no te va a hacer nada.

Y ahí va el niño con el globo rojo a tocar la oreja de una cebú, que lleva una etiqueta con el número 394. Y ahí se acerca otra joven de gafas que se hace una selfie con el becerro 455. Y más allá el tipo que le da una palmada en el trasero al macho 532. Y las reses continúan inmutables, como indiferentes a la fugaz ternura de los humanos.

Estos animales, por supuesto, no han sido criados para ser comida. Son bestias mejoradas genéticamente para que la gran masa del ganado, es decir sus hijos y los hijos de sus hijos, provean la mejor carne de exportación. Lo explican los criadores de Chorobí, Caldera Nesterlina, Nelorí, Cabaña Guajojó: miembros de la Asociación Boliviana de Criadores; expertos en «semen, embriones, matrices y reproductores». Uno de los criadores, don Vladimir, me explicó que estos ejemplares también existen para ganar concursos. Como Mr. Boyka —22 meses de edad, raza Brahman, piel chocolate—, que este año se llevó el título de Gran Campeón de toda la feria.

—Hijo de campeones, el Boyka. Excelente genética —sonríe orgulloso don Vladimir, mientras le cambia el aserrín meado al macho triunfador—. El juez dijo que tenía buena joroba y buenas bolas.

Santa Cruz mueve el gran tractor del dinero en Bolivia, y la ganadería es su combustible: solo este departamento concentra el 44% del hato ganadero nacional, 4.4 millones de cabezas que sostienen la exportación de carne bovina hacia Perú, Ecuador, República del Congo, Hong Kong, Vietnam y, sobre todo, China: solo la potencia asiática consume el 85% de toda la producción cárnica made in Bolivia.

Son buenas noticias para el PBI, pero siempre queda el daño colateral, los impactos de la industria agropecuaria en el suelo, el agua y el aire. Porque si bien Bolivia ha conseguido que empaques de su carne reluzcan en los mercados chinos, en los últimos tres años —que coinciden con el inicio de las exportaciones a China en 2019— también se han disparado, como hemos visto, las cifras de megaincendios forestales, pérdida de biodiversidad, contaminación del agua y emisiones de gases de efecto invernadero, que no hacen más que echar más leña al gran fuego de la crisis climática.

Empecemos por un dato conocido. Dice la FAO: necesitas más de 15 mil litros de agua dulce para producir un kilo de carne bovina. 15 mil litros que un cebú (Mr. Boyka, por ejemplo) consumirá toda su vida, incluyendo el agua que se emplea para producir los forrajes y cereales que ahora mastica. Hagamos cuentas: 15 mil litros de agua por 4.4 millones de Boykas. En un solo departamento. Invitados están a calcular la cifra de todo el país.

También están los árboles muertos a manos del acero y el fuego. La Autoridad de Fiscalización y Control Social de Bosques y Tierra indica que hasta un 80% de la deforestación y los incendios en Bolivia son provocados, principalmente, «por la expansión continúa de la frontera agropecuaria, dotación de tierras por el INRA [es decir, el Estado] a favor de las comunidades campesinas, interculturales e indígenas, y a las nuevas políticas económicas implementadas para garantizar la seguridad alimentaria del país».

En 2020, Bolivia fue el tercer país con mayor pérdida de bosques primarios tropicales (después de Brasil y el Congo) y el segundo de Latinoamérica en destinar bosques para actividades agroextractivistas, advierte Global Forest Watch. El 88% de esos desmontes autorizados han sido en Santa Cruz y el 75% de estas talas y quemas fueron en propiedades privadas. Quien quiera saber más, puede leer las páginas y páginas de datos que registran los daños, pero basta una imagen para revelar el doble filo del progreso ganadero: mientras aquel agosto de 2019, el año del fuego, los empresarios aplaudían junto a Evo Morales el primer envío de 48 toneladas de carne bovina a China, el Bosque Seco Chiquitano llevaba ardiendo dos semanas. Y seguiría quemándose meses después, hasta convertirse en una ola incandescente que dejaría miles de hectáreas de pastos y bosque reducidos a humo y ceniza.

—Sí pues, qué se va a hacer —se apena don Vladimir, criador de cebúes, quien espera que algún día uno de sus hijos ahorre lo suficiente para tener su propio ganado—. Ahoritinga hay que ir cuidadoso con las quemas, pero hay que seguir nomás. Si no, mire ve, todo esto se acaba.

* * *

Esa noche al llegar a la ExpoCruz, antes de ir tras el incendio en Santa Mónica, encontré en la entrada a un par de bomberos voluntarios. Joel y Matías, uno de 15 y otro de 16: los dos uniformados con pantalones caqui y camisas amarillas. Los cascos, del mismo color del sol, llevaban al centro la figura de la cabeza de un jaguar.

Erguidos como dos árboles que aún no alcanzan su máxima altura, parecían algo cansados, pero también expectantes con unas latas para colectar donaciones.

Me contaron que todavía no habían enfrentado un incendio, que deseaban apagar uno pronto, apenas acabaran su entrenamiento. Todo dependía de que la caridad de la gente no dejara sus latas a medio llenar.

—En mi casa me dicen que por qué quiero ir a los incendios, si no me pagan. Pero pues es lo que me nace, es mi deber ¿no?

Varias horas después, cuando salí de la feria, los volví a ver. La gente ya iba de regreso a casa, cargados de bolsas, comida, globos de colores, con la música aún sonando desde adentro. Mientras los bomberos del futuro seguían de pie, esperando algo en la misma esquina, con sus latas entre las manos.  

Letrero en el ingreso a una zona de manejo forestal en Santa Mónica amenazada por un foco de calor cercano.

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